Se cortó la luz exactamente dos minutos y veinte segundos antes de que terminara la jornada en el Taller . La oscuridad recalcitrante de la oficina hurgó hasta encontrar un basto hueco para empotrarse en mis huesos. Allí se quedó por un rato incontable, distendida a la vera del calcio blanco de mis estructuras. La gente alrededor, inquietada por la soberbia de la arquitectura, huía despavorida de la inmensidad de las oficinas del edificio Álgebra pasándome a los costados, arriba, debajo, y yo permanecía impávida frente a semejante dimensión de vacío. Por fin, minutos después, cuando parecía no haber quedado nadie allí la luz volvió; y entonces comenzaron a desatarse, como nudos, los nervios.
Toda la gente del turno de las 12.15hs permanecía inmóvil en sus asientos. Ni uno solo de todos aquellos sacos de carne se había erguido en pos de una huida. Ni la ventisca ni los ruidos que percibí durante los minutos de oscuridad habían sido ciertos. Por el contrario a la soledad prometida, todos los rostros, volteados hacia el mío, querellaban en mi contra despóticamente. Uno de todos esos inútiles serviles pródigos de si mismos se puso de pie y señalándome con su dedo rugió ¡Ella es la culpable! ¡Ella es la culpable! Inmediatamente, acorde a la conducta en esos animales agrestes, una a una se alzaron las gargantas para vociferar mi culpabilidad.
De nada me hubiese servido proclamarme inocente frente a esos rústicos edecanes, se hubieran montado sobre mi como bestias salvajes y hubieran hecho la ansiada repartija con mi carne. ¡Cuánto tiempo habían estado deseando poder culparme!
Fuera cual fuera el hecho por el que me acusaran ya estaba claramente sentenciada desde el principio.
¡Mírenla! ¡No dice nada! ¡Es culpable! Perduré en el silencio porque esos sabandijas no me entusiasmaban ni siquiera la ira; mientras tanto sus nervios se desenvolvían con tal acaloramiento que sus rostros se hinchaban y las membranas de los ojos exhibían la ramificación de la sangre hirviente.
La entelequia me cansó por fin y, creyendo que sería el final, apelé a decir aquello que anhelaban responder, ¿De qué se me acusa?. Y todos los golosos rostros se descosieron en jocosas risotadas.
Encimados a mi, la luz volvió a cortarse. Advertí, primero, que alguno de esos inconfesables me alzaba y me pasaba a las manos de otro, por sobre las cabezas. Me recibía uno, me donaba al siguiente.
Entre carcajadas y entre ceguera el manoseo fue rápidamente liquidado cuando me interceptaron un par de manos atentas que me sustrajeron con ligereza de la tosca multitud. Sin que el atrevido redentor me soltara la mano corrí, oscuridad adentro, algún tiempo. No rebatí seguirle el tranco y oscuridad adentro acabe por alcanzar la opuesta lejanía a la jauría: por fin, la luz otra vez.
El osado liberó mi mano y exhortó que me confesara culpable. ¡¿Culpable de qué?! quise reclamarle pero mi raigambre me permitió el altruismo del silencio. ¡¿Qué? ¿no lo sabés?! ¡Te acusan de sabotaje!. El cerebrado frente a mi abrió una puerta e hizo un gesto invitándome a asomarme. Eran solo unos tres mil mas de ellos. Tipeaban pacientes en una maquina de escribir, sentados solemnemente en escritorios de algarrobo. Y unos detrás de otros se movían fielmente iguales. Aquel recinto atestaba de mudos autómatas y quién sabe qué y por qué escribían con semejante afán.
¡Oh! No es que yo sea impaciente, intrometida. Pero ese andurrial, ceñido de sigilo mostraba bravamente que alguna faena se tejía a la sombra de esos escritores-obreros. ¡Y nadie lo notaba!. ¡¿sabotear qué?!
El redentor me seguía exigiendo la declaración de mi culpabilidad, ¡Va a haber un juicio! ¡Te van a juzgar! Pero no te preocupes, ¡aquí rige la democracia de los menos!. Entonces pude oír como un zumbido las patas de esos insectos en carrera llegando detrás mío. Al voltearme, me encontraba ya en proceso.
Un juez mentecato, una querella desquiciada y un jurado insustancial eran los componentes de la ley en aquel lugar. No me provocaba nada menos que la fluctuación. ¡Es culpable hasta que no se demuestre lo contrario! La corte del turno escritor de las doce y cuarto entra en sesión. ¡Vaya justicia y democracia la de los menos! pensé inmediatamente cuando los ví dispuestos a dar marcha en la intención.
Los monigotes desfilaron, para si mismos, durante varias horas desparramando argumentos en mi contra. La causa tenía la carátula "Sabotaje" empero ni una sola vez especificaron mi supuesto delito. Los acusados tenían abolido el derecho a la defensa, y prohibido hablar. ¡Mírenla! No objeta ¡Clara evidencia de su culpabilidad!. Toda la tramoya era suprema, una farsa entusiasta y absurda.
Me sentía como en "La noche de los Idiotas".
Me hostigó el teatro y, arremetiendo contra todo, alcé mi voz. ¡Esto tiene que ser una broma! Burda broma. ¡Sabotaje! ¡Sabotaje! ¡Absurdos! ¿Qué escriben en este taller? Todos ustedes sentados frente a las maquinas escribiendo, escribiendo por horas, imparables. ¡Se corta la luz y determina un juicio! ¡¿Y con qué justicia?! Están todos chiflados.
Entonces todos se pusieron de pie y con sus miradas sofocantes se fijaron en mi. Un gran libro, de varios metros, insostenible, fue puesto sobre una tarima y un tipito de pocos metros de altura, que hubiera podido hacerse varias frazadas con una sola hoja, comenzó a leer. Ante el preámbulo creí que el misterio se trataba de cuentos. Piezas, obras literarias. Pero el sosiego de la lectura, mas hacia el final, desapareció cuando vi cada personaje de ese cuento reflejado en aquella sala. Los infames autores se escribían a sí mismos, tornándose personajes. Eran, uno por uno, producto de sus propias fantasías. Se imaginaban, se redactaban, se releían, se rescribían. ¿Para quién?. Alcancé a leer el nombre de quien se autodenominaba autor del enorme libro y en la coyuntura de la situación, cuando lo reconocí, la sentencia verdadera me escupió por fin el misterio de mi delito. Todos ellos aparecían bajo mi autoría. |