Penumbras
Buenos Aires, San Telmo, la calle Defensa. Y por allí, hacia el sur, en una cuadra en donde el tiempo pareciera distraído, hay un caserón colonial con patio de baldosas coloradas. Y en la casa el verano, el sábado, la siesta, y Rosario, que desde uno de los dormitorios vuelve a llamar a su hermana.
-¡Felisa, vení a ver cómo me queda…! ¡Dale, apurate!
Rosario se mira en la luna del ropero. Se pone de un costado, después del otro, gira. Y en cada vuelta le asoman los zapatos bajo el amplio vuelo del vestido de seda celeste. Valsea un vals imaginario, una mano en el aire, la otra alzando apenas el ruedo para que no roce el piso. Baila al sol de la tarde, pero ya puede ver la noche y las luces de los candelones multiplicados en los cristales del salón. Sola, aunque presintiendo en el talle el brazo de Lautaro Ávila. Riendo, con la risa de los veinte años en el espejo. Se detiene para que Felisa la vea.
-Decime ¿No es hermoso?
Felisa le dice que sí, que está espléndida.
-¿Qué decís, será hoy?
Y sin esperar la respuesta sigue hablando.
-¿Vos escuchaste lo que dieron a entender sus hermanas cuando nos trajeron las invitaciones, no? Y lo contentas que parecían… Sobre todo Remeditos, siempre diciendo que Lautaro es el mejor partido de Buenos Aires. Y ahora que regresó de Córdoba recibido de abogado, imaginate, no hay quién la aguante. El doctor Ávila de aquí, el doctor Ávila de allá.
Felisa le acaricia la cara, le acomoda el cabello, la besa.
-Estoy tan contenta, Felisa. No veo la hora de que llegue el momento ¿Le avisaste a Benito que es a las ocho? No sea cosa que ese negro tarambana se retrase o se olvide.
-Pero no, Rosarito, calmate.
-¿Y que lustrara la berlina? ¿Y que le sacara brillo a los arreos? Mirá que no quiero…
-Sí, sí, Rosarito. Por favor, serenate un poco. No es bueno que estés tan ansiosa.
-Es que no puedo contenerme. Te juro, Felisa, presiento que será la noche más importante de mi vida.
-Bueno, bueno, pero descansá, haceme caso ¿Por qué no te recostás un rato? Te va a hacer bien.
-No, no, no quiero. En todo caso decile a Faustina que prepare el mate.
Felisa cruza el patio. Pasa bajo la sombra de la higuera y sin mirar a los costados se mete en la cocina. Pone la pava en el fuego, echa la yerba, el azúcar, una cascarita de naranja y espera. No quiere pensar pero piensa. La ciudad está en silencio, como si supiera. Acomoda todo en la bandeja y sale.
Rosario ya está en la sala, sentada en el medio del sofá de caoba y terciopelo morado. El torso erguido, como surgiendo de esa cascada de seda y gasa celeste que se le derrama a los costados, abanicándose despacio y con elegancia, sonriente y pálida. Envuelta en la penumbra fresca, con el pecho agitado bajo el escote y los sueños.
-¿Y Faustina? -pregunta al ver entrar a Felisa con la bandeja.
-En su pieza, descansando.
-¿No te parece que se está poniendo un poco vieja? Y pensar que nos crió a las dos.
Felisa le alcanza el primer mate y con suma delicadeza le dice:
-Sería mejor que te sacaras el vestido, Rosario, lo vas a arrugar todo.
-No, no, de ninguna manera, además dentro de un ratito empiezo a prepararme.
-Pero recién son las cuatro, es tempranísimo.
-¡Ya te dije que no! Así que no empieces ¿entendiste? No me hagas enojar.
El arranque de Rosario provoca un silencio tenso en el que lo único que se oye es el traqueteo seco de las varillas de su abanico.
-¿Y vos, qué te vas a poner?
-Ya veremos -contesta Felisa- Todavía es temprano.
-Y dale con que es temprano. Mirá que sos pancha, eh. Decime ¿no estás entusiasmada? Yo no puedo pensar en otra cosa ¿Qué me dirá? ¿Te parece que será cómo dicen las hermanas? Después de todo, hace casi un año que no me ve. La última vez fue acá mismo, en esta sala, la tarde de tu cumpleaños ¿te acordás? Yo creí que ese día iba a hablar con papá, pero no, al final… Se conoce que prefirió esperar hasta recibirse. “Un año pasa pronto, señorita Rosario”, me dijo ¿Y sabés? A mí en esas palabras me pareció ver una promesa. Porque yo no le había dicho nada. Bah, apenas una insinuación, una leve sugerencia, pero nada más. “No se olvide de esta casa”. Y sin embargo él, siempre tan caballero, me besó la mano y me dijo que un año pasa pronto. Al otro día se fue. Y el mes pasado…, la carta. Estaba dirigida a papá, claro, como corresponde, pero vos leíste lo que ponía al final: “Habiendo meditado largamente acerca de mi futuro, espero tener el honor, a mi regreso, de ser recibido por usted en vuestra casa”.
Felisa ceba otro mate. Es una suerte que la sala esté en penumbras, Que no entre tanto el sol, que la tarde pase afuera.
-¿Sabés una cosa, Felisa? Dicen que volvió flaquísimo. Estoy un poco preocupada, no vaya a ser que esté enfermo ¿Vos qué opinás? Yo me digo que debe ser por el viaje, pensá. Leguas y leguas, días y días interminables por esos caminos. Sin descanso, tragando polvo, maltratado por la zaranda de la galera. Y para colmo la amenaza constante del malón ¡Dios mío, no quiero ni pensar!
-Bueno, bueno, no pienses entonces…, no pienses.
-Lo que me duele es que papá y mamá estén en la estancia y no puedan verme esta noche. Es una lástima, con lo felices que se habrán puesto con la carta que les escribí ¿La despachaste, no? ¿No te olvidaste? Entonces sí, ya la tienen que haber recibido. A lo mejor no tendría que haberme adelantado. Al fin y al cabo todavía no se me declaró. Pero es como yo digo, Remeditos fue clara: “La fiesta es para agasajarlo por haberse recibido, aunque en el fondo el verdadero motivo es otro, ustedes me entienden”. Fue así que lo dijo, con esa sonrisita pícara.
Felisa tiene las manos en el regazo y la mirada fija en un punto de la pared.
-Se está descascarando -murmura.
-¿Cómo, Felisa?
-Nada, nada, no tiene importancia.
-Imaginate. La señora Rosario Lauría de Ávila. No puedo creer que falte tan poco. Y después vos, eh. Yo creo que deberías ir pensando en decirle que sí de una vez por todas a Marianito Echagüe. Mirá que si te seguís haciendo desear se va a cansar, yo sé lo que te digo, no lo dejes escapar. Ya tenés veintitrés años, no podés quedarte para vestir santos, Felisa.
Felisa sonríe.
-¿Te cuento lo qué escuché? Parece que invitaron al doctor Avellaneda ¿No es emocionante? El presidente en persona… ¿Y Faustina?
-Ya te dije, Rosarito, descansando.
-Decile que venga.
-Pero no, dejala dormir un rato más, pobre.
-Vos siempre la misma. Seguí consintiéndola. Acordate de las recomendaciones de mamá. “Ya saben, a la negra Faustina, hay que tenerla cortita”. ¿Y el negro Benito?
-No sé, en las caballerizas, supongo.
-Otra buena pieza. Como no venga a las ocho en punto ya me va a conocer… Atendeme, estaba pensando que para este vestido lo mejor es el collar de mamá. La gargantilla, no sé…, me parece poco. Salvo que te lo quieras poner vos, en ese caso…
-Felisa suspira.
-No ves que no se puede hablar. Sos una amargada, Felisa. Una envidiosa, cualquiera diría que no somos hermanas.
-No, Rosarito, disculpame, es que…
-¡Callate! Mejor que empiece a arreglarme.
-Pero recién son las cinco.
-¡Acabala con la hora! ¡Me tenés harta, me oís!
-Rosario…
-Rosario nada. Te duele que te diga la verdad. Pero es cierto, te come la envidia de sólo pensar que Lautaro se va a casar conmigo y vos todavía estás en veremos.
Felisa no le contesta.
-Me voy a mi cuarto, y dentro de un rato mandámela a Faustina.
Felisa la deja ir y se queda pensando. Mejor que se vaya, así puede ser que se calme. La pobre no da más con sus nervios, es mucho para ella.
Que alivio tan grande quedarse sola aunque sea un rato. Soltar el aire contenido en el pecho y descender de a poco, lentamente. Volver, como un globo que se ha ido lejos. La penumbra, gracias a Dios. Que bendición es estar sin que se noten las cosas. Con el día detrás de los postigos, con el sol apenitas, entre las rendijas. Que hermosa es la sala así, sin marcas.
Pero la fiesta. Porque Felisa tampoco se la puede sacar de la cabeza. Le parece estar viendo la llegada de los carruajes al caserón de Ávila. Escucha el tintinear de los arreos, el piafar prepotente de los caballos en el empedrado, el fru fru de los vestidos, los acordes que llegan del salón. Ve a las damas subiendo la escalinata, flanqueadas por el fuego que arde en los candiles de los criados y resplandece en las alhajas, como si fuese ese brillo, y el de los ojos, lo que ilumina la noche. La noche. Los espejos puestos alrededor para que todo sea verdad e ilusión al mismo tiempo, para que el baile dure siempre, como el perfume delicado que trae la brisa de los abanicos. El baile. La voz de Lautaro Ávila invitándola a ella, a Felisa. El gesto galante y el vals. Las manos, la cintura, el brazo de él y las vueltas. El mundo que empieza a girar detrás de la sonrisa de Lautaro que le dice que la quiere a ella, a Felisa. Y en cada giro, Rosarito mirándolos bailar desde el costado de la pista, en el borde, sin entender, o acaso sí, pero por última vez. Rosarito. Con el vestido de seda y gasa celeste todavía nuevo. Con el cabello rubio, las mejillas rosadas. Rosarito, antes de que la arrasara la locura y el tiempo.
Felisa tiene las manos sobre los brazos del sillón. El terciopelo raído le raspa la piel y las retira. Cierra los ojos. La sala está llena de las cosas que ha tenido que ir vendiendo para sobrevivir después de la muerte de su querido Lautaro.
Afuera pasa un auto. Y detrás del automóvil, como si se desbarrancara por un declive de Buenos Aires, empieza a caer la tarde.
Texto agregado el 21-11-2008,
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