Cuando escucha la llave girando en la puerta, la joven (porque no tiene más de 25 años) se levanta de la silla, o corre desde el cuarto, o se levanta del inodoro y con la bombacha todavía enredándose en las rodillas llega hasta la mesa de la cocina. Allí, atentamente, apoya su torso sobre la mesa. No es con la corrida que el corazón siempre se le acelera.
Siente la mano impávida en la espalda, un tirón de pelos en la nuca y la mesa, con una pata desnivelada, se empieza a bambolear. En uno de esos bamboleos se siente empujada hacia la ventana y entonces la cruza, flotando en el aire. Y ve su casa alejarse como un punto de fuga justo debajo de sus pies. Luego, sobre un rio caudaloso, se ve llegando entre las nubes a la cima de un cerro cubierto de una espesura amarilla, la de las flores.
En el interior de la casa, un animal da unos aullidos de éxtasis y escupe su regocijo en lo que le parece que es un hoyo. Un agujero infinito de oscuridad, ha definido ella cuando sola en el hogar maldice su sexo.
La joven, al mismo tiempo, da un grito de placer renovado porque la profanación se ha terminado por el momento.
No sé cual será su nombre, pero esa muchacha parecería llamarse Soledad; soledad exacta.
|