Pequeño Pigmalión (corregido)


Tal vez todo había comenzado con los relatos bíblicos que el padre Juan les contaba cuando recorría la villa, tratando de paliar la miseria con la esperanza, que los llevaba, si no a una vida menos pobre, al menos a la resignación. Los relatos del cura eran para él como cuentos fantásticos. Aquello de que Dios había creado a Adán y Eva, partiendo de figuras de barro, era particularmente fascinante.

O quizás fueron unos viejos libros que había encontrado mientras cartoneaba. Él ya había aprendido a leer y disfrutaba de hacerlo. Era un niño de una especial sensibilidad, y en los días en que iba a la escuela, la maestra estimulaba todo lo que podía esa cualidad del chico.

Aquellos ajados libros encontrados en la basura, contaban historias casi tan asombrosas como las del cura.

Cuando se los mostró a la señorita María Inés, ésta le dijo que esas historias eran una especie de fábulas o cuentos que habían sido contados entre pueblos de la antigüedad.

Lo cierto es que su imaginación volaba cada vez que hojeaba las gastadas páginas. Y siempre se detenía en la que se contaba de aquel hombre que cansado de buscar su ideal de mujer, decidió que crearía una hermosa estatua en la que depositó su amor.

Un lunes a la tarde, después de una lluvia que había convertido en barro los terrenos sobre los que se asentaba la villa, sus pequeñas manos comenzaron, casi sin querer, a modelar un rostro con aquel fango viscoso. Y aquella sensibilidad de la que era poseedor, afloraba en cada movimiento con que creaba los rasgos de una niña.

Con todo cuidado, tapó con ramas la muñeca de barro fresco antes de irse.

Al día siguiente, por la tarde, luego de salir de la escuela, corrió tratando de que ningún chico lo siguiera. Ansiosamente sacó las ramas y buscó su muñeca de barro. El calor de la reciente siesta la había secado y casi se resquebrajaba.

Recurrió entonces al único grifo de la villa y acarreó agua en una lata que salpicaba al compás de su paso apurado. Humedeció el barro seco. Retocó y mejoró los detalles de aquel rostro convirtiéndolo en una frágil obra de arte.

Así fue durante toda la semana. Cada día agregaba algún detalle que a él le parecía atractivo. Dos pequeñas piedras cuidadosamente elegidas, fueron aros que adornaban las orejas, Sus dedos daban forma de rulos al barro de la cabeza. Con una ramita le había dibujado una sonrisa que parecía iluminar aquella cara gris.

Ese viernes durmió profundamente y soñó. Soñó que al quitar las ramas que cubrían su muñeca, los ojos que lo miraban no eran simples huecos en el barro, que los rizos oscuros eran suaves al tacto y que las manos se extendían hacia él en un gesto que era entre un saludo y una caricia.

Extrañamente, él no sentía miedo, sino una inmensa alegría. Ese sentimiento lo acompañaba aún cuando despertó.

Salió apurado y se encontró con un día todavía nublado. Había vuelto a llover y esta vez con ganas.

Caminó chapoteando entre el barro líquido y con el corazón latiéndole muy fuerte, se paró junto a las ramas cobijo de su muñeca. Lentamente las fue apartando para encontrarse finalmente con un gran charco barroso. Las lágrimas le nublaron la visión por un rato.

Empezaba a caminar de vuelta a su casa y tropezó con ella. Ella. Lo miraba con una mirada casi cómplice y estiraba hacia él sus manos delgadas.

Como en un susurro, él le preguntó su nombre. Y la sorpresa le redondeó los ojos achinados cuando, con una sonrisa que iluminaba aquella carita morena, casi tanto como los aros que brillaban en sus orejas, ella contestó: -Galatea.