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ELLA
Su vida ahora es sólo un cúmulo de recuerdos, unos oscuros y absurdos, otros maravillosos. Pasaba las horas soñando con un pasado que no volvería y con un futuro que debía traerle algo mejor. Pero mientras no había nada que hacer, nada que decir…ni a nadie.
Creía odiar la sociedad y su pensar, creía odiar el invierno, la soledad, levantarse temprano, vestirse rápido y un largo etcétera que la hacía dejar que su vida pasara sin detenerse a vivirla. Pero en realidad no odiaba nada de eso, odiaba sólo a una persona de la que no podía escapar, se odiaba a sí misma. Nunca había sido la más guapa, la más inteligente, la más aplicada ni la más amable, nunca había sido la mejor en nada, pero eso no le importaba. Ella no quería ser la mejor, sólo quería ser; claro está que le gustaba sentirse especial, pero las veces que lo consiguió tuvo que pagar un alto precio.
Es por esto que decidió dejar de vivir. No, no se suicidó ni lo intentó. Para ella, abandonar su vida consistió en no hacer nada que pudiera cambiarla, se limitó a hacer lo establecido, se levantaba a su hora, estudiaba, comía lo que su madre con tanto cariño preparaba, salía cuando había que salir y dormía cuando tocaba dormir. Es cierto, nada de esto le apetecía la mayoría de las veces, al principio se obligaba a sí misma pero acabó cayendo en la rutina y ya no le desagradaba. No era feliz, tampoco infeliz, nunca estaba demasiado contenta ni muy triste y así no corría riesgos. Había sido tan feliz... pero todo cambió, sintió que estaba pagando el haberse sentido tan bien. Tal era su tristeza que decidió que lo único que la haría no volver a sentirse tan desgraciada sería no volver a sentirse especial, y lo consiguió, pero ahora echa de menos la emoción. Nunca fue demasiado cariñosa ni expresiva, las relaciones no eran su fuerte, pero supo serlo cuando tocó. Y ahora siente que no toca, que no va a tocar en mucho tiempo, que quizás no vuelva a tocar. Está rodeada de gente, de gente que dice que la quiere, que la admira, que la aprecia, que es especial, que la echa de menos, que sin ella no es lo mismo; pero nadie se lo ha demostrado mientras ella va escondiéndose más y más. ¡Ojalá algún día se esconda tan bien que nadie la encuentre! Sí, está rodeada de gente, pero está terriblemente sola.
Ahora no hay nada que la haga levantarse por las mañanas. Teme la salida del sol, le horroriza el comienzo de un nuevo día que será igual que ayer y que mañana. A quienes comentó esto, respondieron que era ella quien decidía hacer especial y único cada día, pero nadie le dijo cómo empezar. Si es cierto que años atrás lo conseguía, pero las cosas habían cambiado mucho y no quería recordar qué hacía para sentirse tan bien. Sólo quería dormir, cuando dormía se sentía libre, podía renacer y reinventarse y era realmente feliz. Al despertar volvía a perderse en sí misma, se preguntaba qué podía hacer y al no encontrar respuesta dejaba que pasara otro día, otro día tan parecido al anterior que llegó a sentir que, además de ser presa de sí misma, era presa del tiempo.
Y HUYÓ…
Cuando después de escucharla, le pregunté por alguno de los fracasos que, según Ella, la habían llevado a esta situación, me sorprendió esbozando una ligera y melancólica sonrisa. Entonces supe que, aun considerando su primer amor un rotundo fracaso, conservaba buenos recuerdos que la hacían salir por un momento de ese extraño desconsuelo.
Accedió a contarme lo sucedido con todo detalle, no sin antes hacerme prometer que no la interrumpiría bajo ningún pretexto, pues ya le costaba bastante volver a enfrentarse de nuevo a la misma historia. Prometí no intervenir y me acomodé en la hamaca mientras Ella cogía un almohadón y se sentaba en la suave arena, a apenas un metro de mí.
“El trabajo de mi padre había hecho que, una vez más, tuviéramos que mudarnos y dejar atrás los amigos, el colegio y la familia. Yo me mostré reacia al cambio en todo momento pero, sobra decirlo, no se tuvo en cuenta mi opinión. Allí estábamos, mi hermano pequeño, mis padres y yo, observando el que a partir de entonces sería nuestro hogar. A mí no me convencía; era una planta baja con una pequeña buhardilla, la fachada era bonita y el porche invitaba a pasar allí las suaves noches veraniegas, pero no, no me acababa de gustar, yo estaba hecha a los atascos, a los semáforos, a los ruidos, a los pisos de setenta metros y a coger el autobús cada mañana.
Después de llevar casi un mes allí no había cruzado ni una palabra con nadie que tuviera menos de treinta años y no fuera de mi familia.
Recuerdo que era martes, mi hermano estaba insoportable y mi madre, que sufría uno de sus inoportunos dolores de cabeza, me pidió que lo llevara a dar un paseo. Prefería hacer cualquier cosa a quedarme un minuto más mirando el techo de la buhardilla, así que accedí. Salimos por la puerta de atrás y entramos en el parque. Era curioso, desde que había llegado al pueblo sólo había visto flores de una clase: jazmines. Los campos estaban llenos de jazmines, en nuestra entrada había jazmines, en el parque había jazmines… me entretuve cogiendo unos cuantos mientras mi hermano se acercaba a unos muchachos que tendrían más o menos mi edad.
Cuando uno de ellos, el más guapo, se marchó, me acerqué a hablar con el otro. Él me contó que aquél no era un pueblo muy entretenido, que apenas había gente de nuestra edad y no eran muchas las opciones a la hora de divertirse, pero había un pantano donde la gente solía ir a bañarse. Acepté ir con Él a la tarde siguiente.
Ya en casa, recordando a mi nuevo amigo, no pude evitar reírme; Él tenía una cara bastante chistosa (hablando suavemente), además del acné propio de esos años, que le daba un aspecto aun más cómico si cabe. Era el año 87, nuestras 15 primaveras habían traído consigo las dudas, la rebeldía y los altibajos típicos, además de un sinfín de emociones y sensaciones propias de la adolescencia que, sólo ahora, añorando aquellos momentos, consigo ver como algo bonito y necesario.
Su amigo era bastante atractivo, el típico chico que vuelve locas a las quinceañeras, a aquellas cuya única preocupación era llevar el pelo más rubio y la falda más corta del colegio; reconozco que al principio yo también caí en la tentación de, simplemente, mirarlo. Entonces yo no me planteaba una relación, ni mucho menos, prefería coquetear con unos y otros y darme cuatro besos con alguno que, por supuesto, nunca era el mismo dos sábados seguidos y con los que, la mayoría de las veces, no había cruzado ni una sola palabra.
Diez minutos antes de lo pactado ya estaba yo esperándole a la entrada del parque. Llegó, me invitó a subir a la bici y pasamos una tarde bastante agradable. El pantano era precioso, rodeado de una gran explanada regada, por supuesto, de jazmines. Cogió unos cuantos, los ató con un tallo y me los dio. Y lo mismo hizo todas las tardes que siguieron a aquella hasta que, sin darnos cuenta, llegamos a finales de julio. Para entonces hay que decir que nuestra amistad había progresado considerablemente. Sentía que podíamos hablar de casi cualquier cosa y las risas estaban aseguradas; era muy especial.
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Mi madre me comunicó una noche que íbamos a pasar siete días a nuestra antigua ciudad y partimos a la mañana siguiente. A Él no pude avisarle y la semana se me hizo eterna, lo extrañaba, extrañaba nuestras conversaciones y los paseos en bici, extrañaba su sonrisa y, sobre todo, su forma de mirarme cuando hablaba. ¿Qué me pasaba? Él y yo éramos sólo amigos, ¿no? Pues no, fue entonces cuando supe que por mi parte había algo más. Estaba muy confundida. Al volver al pueblo tampoco me encontré con Él, y tras diez días de ausencia y después de mucho pensar, un sábado me levanté decidida. Me resultó extraño que, aun habiendo faltado a nuestras citas vespertinas, siguiera esperándome donde siempre y a la misma hora; pero allí estaba. Nos encaminamos al pantano y, sin atender a sus preguntas acerca de mi ausencia, le dije lo que sentía, de memoria, tal y como lo había ensayado los últimos días.
Tal fue su cara de asombro que no pude evitar coger mi mochila y salir corriendo, sentía que acababa de estropearlo todo. Él salió corriendo detrás de mí, pero el atletismo era mi punto fuerte y cuando me alcanzó yo ya estaba llegando a mi casa. Pese a mis intentos de fuga, me agarró fuertemente los brazos, me miró más profundamente que nunca y sentí que los segundos se congelaban, que todo cuanto había alrededor quedaba paralizado y que en ese preciso instante sólo cobraban vida dos personas: Él y Yo. Me besó. No era mi primer beso, tampoco el suyo, pero sé que para ambos fue especial, muy especial. Siempre he sido una cobarde así que volví a salir corriendo.
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Las cosas cambiaron mucho desde ese beso, quedaba algo más de un mes de verano y luego él tendría que irse lejos a trabajar. Nuestras estancias en el pantano se fueron prolongando discretamente; hubo días que sólo volvimos a casa para dormir. El resto del día lo pasábamos allí, disfrutando sólo con mirarnos.
A finales de agosto mis padres y mi hermano pasaron unos días en casa de mi abuela, de los que pude librarme con la excusa de que debía ponerme al día antes de empezar las clases. Él pasaba días enteros en mi casa, ¡éramos tan felices!, me sentía especial, única y querida como nunca. Me acordaba entonces de las historias de amor que había conocido por libros y películas; me encantaban esos romances de ensueño, pero sentía que nuestro amor superaba a todo eso.
Y SE FUE
Aquellos meses sin Él fueron realmente horribles. Seguimos manteniendo el contacto, recibía noticias suyas cada semana y jamás dudé de nuestros sentimientos. Llegó ciento trece días después. Volvimos a besarnos, volvimos a nuestros paseos, volvió a regalarme sus miradas furtivas, los ramilletes de jazmines y cada una de las sonrisas; pero no por mucho tiempo.
Un día recibí una carta suya, una carta distinta a todas las demás. No habíamos tenido un buen día, una discusión tonta que jamás pensé que podría terminar así. Decía que lo mejor era terminar con todo, sí, así, de pronto.
Fue en ese momento cuando los esquemas de mi vida comenzaron a caer.
Semanas después volví a mudarme, llevaba un año en el pueblo y se me hizo mucho más difícil que cualquier otro cambio, me fui sintiendo que dejaba una gran parte de mí allí.
Pasados muchos meses volvimos a vernos, volvimos a besarnos, volvimos a cartearnos alguna que otra vez pero, por más que lo intenté, por más que puse todo de mi parte, aquello no volvió a ser lo mismo. Sabía que me estaba haciendo más daño, que Él no era el niño que yo había conocido, que no sentía lo mismo. Pero siempre volvíamos a besarnos, a mirarnos, supongo que los dos sabíamos que no podíamos vivir sin eso.
Es cierto que intenté rehacer mi vida en varias ocasiones, incluso empecé una nueva relación, pero sin esperarlo volvía a encontrarme con Él y volvía a sentir que nadie sería capaz, como Él, de sacar lo mejor de mí.
Sin embargo nuestros encuentros eran cada vez más fríos y distantes, seguía habiendo confianza, incluso algo de complicidad; pero acabaron siendo fugaces encuentros sexuales. Nunca más hubo miradas, ni risas, ni puestas de sol, ni paseos en bici ni más jazmines. Cuando intenté decirle que esta relación no me convencía me contestó que era imposible llevarla de otra manera, que no, que Él no estaba hecho para una relación amorosa y yo...yo me di cuenta de que la persona que amaba no existía, era sólo un recuerdo, una visión subjetiva de aquel muchacho que se apresuraba en quitarme la ropa.
Esa fue la última vez que lo vi.
Las cosas en mi casa tampoco iban bien; enfermedad, gritos, deudas y un largo etcétera que habían vuelto a mi madre apática y desganada y a mi padre huraño y silencioso. Mi hermano, consciente de la crisis, hacía ya unas semanas que se había marchado a estudiar a la ciudad.
Pasé muchos días encerrada en mi dormitorio; el simple hecho de ir al baño y cruzarme con esos fantasmas de caras largas disfrazados de mis padres me angustiaba y entristecía demasiado. Por no hablar del esfuerzo que suponía salir a la calle; temía encontrarme con Él, pues sabía que, aunque no me obligara, aunque ni siquiera se dignara a saludarme, me vería obligada a besarlo una vez más.
Cogí dos o tres pantalones, algunas camisas y lo poco de abrigo que encontré. Mientras mis padres dormían, metí todo en una vieja maleta, me recogí el pelo, rompí la foto en la que Él me miraba extrañado desde la estantería Y HUÍ…
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Y aquí estoy, dos años después, a miles de kilómetros de casa, huyendo de una historia que me persigue desde hace casi un lustro e intentando escapar de mí. Rompí su foto, cierto, pero aún no he roto con los recuerdos. Todavía hoy me sorprendo reviviendo aquellas tardes en el pantano, aquellas miradas, esos paseos en bici... Lo único que he conseguido olvidar o, al menos, recordar sin que duela, son las últimas veces que lo vi; sé que para mí no significaron más que el fin de una historia, de nuestra historia.
A mi madre le escribo de vez en cuando. Se preocupó mucho al ver que no aparecía por casa pero ahora que sabe que estoy bien apenas hace preguntas. De mi padre no sé mucho; dice mamá que pasa largas temporadas sin salir de su despacho. Y mi hermano estará haciéndose un hombre, espero que uno bueno, sincero y cariñoso como el que yo siempre deseé.
Pese a estar tan lejos de Él, física y temporalmente, sigo creyendo que algún día volveré a encontrar al niño que conocí. Del hombre que es ahora no quiero saber nada, vivo con el miedo de que vuelvan a hacerme daño, de volver a querer a otro ser irreal, a otro ser fruto de mis recuerdos. ¡Maldita nostalgia! ¡Cómo desearía romper del todo con aquel verano plagado de jazmines!
La escuché maravillada durante algo más de una hora. Sigo recordando cada una de sus palabras, todos los detalles, su mirada perdida y cada lágrima que derramó contándome esta historia. Hoy no he podido resistir la tentación de hacerla mía.

Texto agregado el 25-11-2008, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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