Entonces cubrí tus ojos con un pañuelo, para comenzar a desnudarte lentamente. Pedías piedad, mientras ataba tus manos a los barrotes de la cama, indefenso, asustado en ese extraño mundo sensitivo. Primero fueron los zapatos, luego los pantalones que se esfumaron de tus piernas para seguir con la corbata, tu camisa de seda, el slip... Embriagado de mí, tus súplicas sólo acrecentaban el deseo de llegar a lo imposible, tendido como una presa fácil. Me detuve en tu silueta que temblaba, en los labios abiertos a la incertidumbre, tu piel expuesta de emociones denigrada entre las sábanas, tu mirada circunscripta a mis pupilas junto al roce de las manos recorriendo todo. Y el silencio acrecentaba aún más tus miedos, petrificados e indefensos, mientras mi lengua sólo se ocultaba en ti. Entonces tu boca nació desbocada y furiosa, para dar vuelta la partida debajo de tu cuerpo que fluía tempestad, acechando y no lo húmedo que resistía, entrando y saliendo de mis pechos amordazados en infinitos hilos de placer. Pude amanecer en tu semblante, soltar el cielo de mis manos, la tarde, el desenfreno, el elixir de tu aliento cubriendo mi textura, la luna, el universo, antes de caer en el abismo de la espera.

El teléfono volvió a sonar, había otro cliente en línea, y mientras mi voz volvía a repetir toda la secuencia, la hotline llegaba a su fin en esta madrugada.

Ana Cecilia.