Érame esta vez moribundo, sin conocer el amor ni la pasión. Estaba tomando la decisión si dejarme morir por ese último golpe o levantarme semidesnudo y desfigurado a continuar peleando. Me levanté porque ya no percibía el dolor ni la humillación, porque nadie me trajo un verso. Un negro al que le faltaban unos centímetros para ser un gigante ya me había desgarrado la ropa a golpes. Forraba la ropa guerrillera a su escultural cuerpo, cuerpo que emitía un hedor a hierro y que era el sabor que tenía en mi boca en ese momento. Lo que pude, con las fuerzas que me quedaban, fue acercarme y recostarme a su cuerpo para que ni sus brazos ni piernas largas atinaran otro golpe en mí. Pero me agarra contra sí a constiparme. Casi que sentí en su, tan cercana ahora, sonrisa burlesca un deseo homosexual de besarme por parte de él. Gracias a Dios mi cuerpo sudoroso se le escurrió y caí al suelo para inspirar profundo y dar mi último intento. Atiné una patada en su traquea y, para culminar la llave, con mi palma abierta empujo su tabique que, en forma de astilla, penetra su cerebro. El negro que hormaba en su físico para modelo y en sus puños para boxeador, murió.
Hace unos días:
El brillo de unos ojos hicieron de nuevo creer a mi corazón, la adrenalina hervía en mi sangre por una promesa pasional y yo tenía una misión solemne. No había un motivo para ir a Italia con mi madre como me lo había propuesto.
Mi madre es de ascendencia italiana. Sus antepasados vinieron a dar a este país huyendo de los problemas de aventuras pasionales de un abuelo promiscuo aunque respetado. Mi padre, hijo de un coronel que anduvo por aquí en épocas de guerra –Desconocido. Desapareció con la guerra- fue criado por un sujeto de cultura oriental. Se pasaba las horas meditando y mirando hacia quién sabe dónde mientras hacia las figuras de guerra. Mantenía en un estado gentil, enajenado y sencillo, lo que enamoró a mi excéntrica madre. Un pueblo conformista en un país de problemas históricos. Dos hermanos que no opinaban, que en silencio se criaban apáticos a todo, con una mirada libre de culpa pero dirigida al suelo.
Mi padre en su forma anacoreta fue mermando su presencia paulatinamente hasta desaparecer. Ni idea. El dolor de mi madre rebozó al descubrir que las miradas inclinadas de los gemelos tenían hambre y no esperanza. Decidió viajar a Italia y trabajar con un tío suyo. Ella nos mantenía, yo no tenía sino que dedicarme a lo que quería:
Llevar un verso a las personas que pronto iban a morir. Así, morirían enamoradas. Lo sentía yo como el solemne deseo de Dios. Me encantaba escuchar las voces tenues y sinceras -porque cercanos a la muerte solo se puede decir la verdad- deseando para mí lo mejor. Ni los sacerdotes ni gobernantes estaban de acuerdo con mi oficio, pero no me podían acusar ¿De qué?
“Te he visto caminar por el pueblo, ensimismado como tu padre. Tus versos tienen tanta pasión como tu madre. Tienes el poder que cautiva”
Qué sabía yo lo que la anciana quería decirme. Sé que era una bruja, pero la magia no me había ayudado hasta entonces. Al fin y al cabo, cada mortal tenía la libertad de pagarme con las palabras que quisiera.
Enteca y de piel roja, su bisnieta pide mi compañía. Aunque mis servicios no eran para personas vitales como una joven, la vi tan entristecida que le di un verso y ella me pago -como correspondía- con palabras elogiadoras que, en ella y esta vez, me proponían pasión desenfrenada gratuita. ¡Muy bien!, yo podía aprender de eso que había dejado de hacer tanto. Acepte y nos citamos. Me hacía sentir en paz con la deuda que tenía con mi género y con mi antepasado italiano.
Leí un e-mail de mi mamá donde sugería que me fuera con mis hermanos a su lado. Hace tiempo no chateábamos. Tampoco yo abrazaba hace mucho a mis hermanos para inquirir su opinión. Porque si les preguntaba la respuesta sería “yo no sé”
En el PC de enseguida, en el ciber, estaba una niña de cabellos teñidos de claro y sombras en sus párpados, como queriendo resaltar sus ojos amarillos; ropa de jean obscura y ajustada cubrían su sensual cuerpecillo y unos tenis de tela la calzaban. ¿“Cautivar” o “Conquistar”? Como sea que haya dicho la anciana, aproveché la ignorancia tecnológica de la nenita con respecto a su I-pod para entablar con ella una conversación. La seguí viendo con la excusa de pasarle mi música o enseñarle la colección de talentos que tenía en mi alma. Lo hacía para ver su sonrisa y el color de sus ojos que cambiaba cada día: al día siguiente eran azules, cafés el jueves, rojo el viernes.
Cuando yo sabía que ella me quería, creía que con la magia inexplicable que sentenció la anciana sobre mí, los conquistaba a todos. Me sentí omnipotente. Iluso ya, escuchaba los cumplidos en todos y no solo en los pronto muertos.
El sábado tomé su mano y anduve con ella. Quedé boquiabierto cuando me suelta para besar a Nencho, hijo de un principal del pueblo. Las manos de él bajan por la cintura desnuda y color durazno de la nenita hasta posarse sobre las redondas y firmes nalgas de ella que eran sensualmente cubiertas por su pantalón jean. Se van sin decir nada.
En la noche veo a Nencho sujetando de una forma brusca las muñecas de la nenita que le grita mientras de sus ojos rojos salen lágrimas. Yo ya había sufrido de pasión antes, aunque mi falta de impulsividad haya impedido su consumación. Sufrido, por ejemplo, de esas ganas impresionantes de lanzarme a unos labios hasta tener un sabor dulce y sanguinolento en mi boca. Con las mismas ganas quería golpear. A diferencia de mi boca, mi brazo no se frenó hasta noquear a Nencho. Ya era media noche y los ojos de la nenita, que me miraban, se tornaron negros: “Esto a ti no te conviene” Me dijo.
Ahora había una razón, un pecado para castigar mi forma de ser. En algunos muros estaban pegados afiches que anunciaban una pelea a mano limpia entre Nencho y yo, como normalmente se saldan cuentas en estos pueblos.
La cita sexual que tenía con la flaca se impidió por su temor, no sé si a la experiencia o al afiche
Por honor a mí, por mi posición frente a la nenita y al buen arte pugilista de mi padre tenia que aceptar el reto. Sería una vergüenza en el pueblo y sabía que no convenía no hacerlo. Lo que yo no sabía era que Nencho no era quien iba a pelear conmigo sino que otra persona saldaba sus deudas. Un coliseo humano me rodea en la cancha de arena y por un pasillo de cuerpos pasa un negro atractivo de dos metros. Hice una reverencia por respeto a la tradición pugilista y ya había recibido tres golpes.
Maté al negro. Me voy para Europa. No sé si las cosas mejoren. Mi historia continúa con el cierre de este capítulo
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