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Renata se bajo del colectivo.
Llego al centro de San Miguel.
Caminaba despacio y miraba vidrieras, y miraba las caras de extraños que pasaban caminando a su alrededor. Pero miraba sin ver.
Todo era extraño, todo era diferente. Porque, ese día, Renata se sentía distinta. Estaba feliz pero taciturna y prefería divagar que pensar en algo específico. Recordó y recitó por lo bajo aquel fragmento de Alexander Pope “que felices las vestales… ella olvidan al mundo y son olvidadas por éste… eterno resplandor el de una mente sin recuerdos… cada plegaria aceptada y cada deseo renunciado”
Colgaba un rosario de su cuello, que había comprado en una feria de por ahí. Caminaba y caminaba y de vez en cuando se detenía a leer los títulos de los libros que exhibían ciertas librerías.
Se iba acercando a una esquina y veía muchos niños con uniforme de escuela ir de la mano de sus madres o comer un helado. Esa imagen le decía algo. Y ¡Qué delicia! Un helado. El día caluroso y soleado se prestaba para sentarse en la sombra y disfrutar de uno de esos.
Renata llegó a la esquina, allí estaba la heladería. Sonrió casi infantilmente, y se acercó corriendo al mostrador.
- ¿qué gustos querés?- Al oír el interrogante quedó callada, se paralizó, con un gesto mudo en su rostro. Eso no lo había pensado, se había abalanzado en el mostrador con alegría sin haber leído la cartelera de gustos. Trató de leerlos rápido pero no encontraba en su mente una coincidencia, un recuerdo sobre alguno. El hombre se ponía impaciente - ¿y? ¿Cuáles?
- Es que no recuerdo…- No recordaba ¿qué gustos le gustaban? ¿Qué hacía sola por San Miguel? ¿Por qué tenía un rosario en su cuello? De pronto, Renata, tuvo muchas ganas de llorar.
Escuchó pasos detrás de ella, apurados y que corrían a la gente que estaba haciendo la cola
- Ella quiere chocolate con amarena, se lo aseguro.- la voz que dijo aquello era conocida. Era él quien la acompañaba a San Miguel siempre, con quien había hecho catequesis y quien le había comprado el rosario. De pronto algo cobró sentido. El hombre de los helados la miró como para confirmar lo que había dicho el otro joven
- Sí, tiene razón. Quiero chocolate con amarena. Disculpe por la tardanza. – Renata miró a Martín y ambos se rieron. Una vez que le sirvieron el helado fueron hasta los banquitos para sentarse.
Se reían a carcajadas de lo ocurrido, se parodiaban las frases y bromeaban con el rostro atónito del hombre de los helados.
- ¿Viste tu rostro cuando no sabías qué decir?
- ¡Sí! ¿Y cuando escuché tus pasos detrás de mí? y luego te vi a mi lado, me puse tan feliz…- Pero de pronto Renata quedo callada. Martín dejo de reírse y la miró con cariño.
- Todo está bien, Renata, irás recordando de a poco. – Ella se acomodó en el banquito y con la cuchara tomó un poco más de helado, mientras su mirada verde se perdía. Martín la contemplaba con más amor que cariño, con mas vida que antes. Renata lo percibió y se sonrojó.
- Está bien, Martín, me basta con saber que son estos mis gustos favoritos.
Luego se levantaron y siguieron caminando. Esquivando gente que caminaba rápido y niños que se agitaban entre ellos. Siguieron mirando vidrieras, mientras hablaban y reían de cosas sin sentido pero sensatas.
Renata recordaba otra frase “el amor tiene razones que la razón desconoce”. Cuando le vino a la mente se lo dijo a Martín. Martín le explicó que esa frase era de Blaise Pascal, un filósofo y matemático de intensas creencias.
Y mientras mas caminaban más frases se le venían a la cabeza. La mente de Renata era una como un agujero negro, era como una fosa en el profundo del océano, era un laberinto. Por eso prefería no pensar demasiado, sino divagar. A pesar de los ejercicios que el neurólogo le había dicho que debía hacer. Ejercicios de concentración y focalización. Y las terapias cognitivo-conductuales de la psicóloga que la ayudaba. Odiaba todo eso. Odiaba concentrarse y elaborar historias. Odiaba observar fotos y describirlas mientras la escuchaban y asentían.
- No quiero recordar, Martín. – Renata frenó en seco y se apoyó en uno de los árboles que bordeaban aquella vereda de Muñiz.
- ¿Por qué, Renata?
- Porque cuando recuerde todo ya no voy a necesitarte. Y ya no vas a estar siempre conmigo, y ya no vas correr a buscarme por las heladerías para recordarle al heladero cuál es mi gusto favorito. Ni me vas a hablar de Pascal. Tampoco vas a comprarme otro Rosario. Y aunque extraño mucho ciertos recuerdos, porque me siento como alejada de todo, el único nexo con la realidad del que requiero es el tuyo. Por lo demás… tengo la sensación de que no quiero recordarlo. No necesito recordad el accidente. No quiero los detalles sobre mi hermana y su vida, y el hombre con el que está casada y con quien tuvo a mi sobrina Eugenia. No quiero recordar que me llevaba mal con mi mama pero que con mi padre el diálogo era fluido. No quiero recordar el episodio en escuela primaria en que me quedé encerrada en el baño y las demás niñas se reían y me dejaron ahí hasta que la maestra notó mi ausencia. No quiero recordar el paganismo, el teocentrismo medieval, todo lo que estudié en Filosofía en mis últimas clases de secundaria. No quiero acordarme del chico del que estuve enamorada y que se fue sin que se lo dijera. No quiero recordar. No necesito mis libros de Blaise Pascal, ni de Herman Hesse, ni de Platón, ni de Pablo de Santis. Yo sólo quiero un mediodía como el de hoy, con niños corriendo alrededor y una heladería a la sombra en una esquina de un día soleado y que aparezcas detrás de mí corriendo a decir…
- “chocolate y amarena” – Dijo, sonriendo e increíblemente feliz, Martín que acariciaba el contorno del rostro inocente de Renata.
- Exacto. Chocolate y amarena.

Texto agregado el 25-11-2008, y leído por 187 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-11-2008 Terno y amoroso!!! ***** MariBonita
25-11-2008 me gustó econtumente
 
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