Doña María, una simpática ancianita, emperifollada como nunca, se sentía alegre y grácil y ningún malestar enturbiaba este agradabilísimo estado. En realidad, tenía la sensación palpable de haber rejuvenecido una multitud de años y dentro de su alma, algo también había reverdecido rotundamente. Todos los achaques habían cesado y ahora caminaba casi en puntillas, expectante, como sólo un joven puede hacerlo en plenitud.

Algo parecido ocurría con don Ruperto, el anciano aquel, hasta hace poco, casi inmovilizado por el ataque despiadado de una severa artritis. Ese día, su cuerpo parecía desplazarse en medio de la ingravidez, tan liviano y fresco se sentía, encorbatado y peinado como si hubiese sido invitado a una fiesta matrimonial. La mañana le pareció más luminosa que nunca y hasta tuvo ánimo para ensayar un tema de años pretéritos.

Como, al parecer, la vida tiende a veces a atraer a los seres felices, del mismo modo que concita a los desgraciados para que se consuelen los unos a los otros, o lloren a mares sus muchas desdichas, el viejecillo se topó con la primorosa anciana y verse y enamorarse fue una sola cosa. Él, galante, le ofreció su brazo a la añosa doncella y trenzados física y espiritualmente, se alejaron con rumbo desconocido.

Don Ruperto había caído en las manos expertas de Sinforosa Jazmín, quien, haciendo alarde de su maestría, lo había rejuvenecido unos veinte años, por lo menos. Del mismo modo, la eficiente mujer había realizado un trabajo magistral con doña María, quien ahora lucía hasta un poco bella, siendo que nunca había sido tan agraciada.

Por esas paradojas de la vida, ambos ancianos, ahora se veían radiantes, cada uno dentro de su féretro, en aquella prestigiosa funeraria…