El Bukowski es un bar de Madrid donde cada domingo por la noche cuentebrios de todo pelaje se reúnen para narrar sus creaciones. Esta serie está inspirada en este decadente bar.
Respiró el aire frío de la noche dominical antes de bajar el cierre de entrada hasta algo más de la mitad. El último cliente hacía rato que había abandonado el local. No había sido una mala noche. Como siempre buen ambiente entre todos los cuentebrios habituales. Doce relatos leídos desde que a eso de las diez se había dado inicio a la presentación del primero. Carlos se sentó detrás de la barra. Prácticamente todo recogido, los taburetes colocados y el mostrador limpio. Tenía sed y se sirvió una tónica. Un par de cubitos y media rodaja de limón. Cerró los ojos y se dejó llevar por la voz de Dianah Krall que en esos instantes sonaba en el bar. Era uno de sus momentos favoritos tras una tarde sirviendo copas. Todo interrumpido por una voz grave que le sobresaltó.
- Un Martini seco, Sin aceituna, por favor.
A pesar de lo inesperado de la petición, el barman no abrió los ojos.
-Oiga, estoy cansado, ya hemos cerrado. Acabo de limpiar y ya hice caja. ¿Es que no ha visto el cierre echado? Amigo, busque otro bar hoy ya no sirvo una copa más.
Hay que joderse, Luego estos autónomos no hacen más que quejarse. Que si la crisis, que si los módulos… Pides una copa y ni puto caso te hacen.
Abrió los ojos dispuesto a contestar. ¿Quién coños era ese tío para decirle cómo tenía que llevar el local? Su mirada se paseó por la sala pero allí no había nadie. “Joder, ¿estaré soñando?” – Pensó. Se incorporó del asiento y se rascó la cabeza dubitativo. El habría jurado que…sus pensamientos se interrumpieron. ¿Qué pasa tío? ¿Me vas a servir ese Martini?
La voz provenía, era indudable, desde debajo del mostrador. ¿Un enano? Eso habría explicado que hubiera pasado sin problemas por debajo del cierre metálico. Se inclinó sobre la barra y su vista comenzó a recorrer el espacio hasta detenerse en una de las banquetas. Se frotó los ojos antes de exclamar: “¡Coño, un gato!”
Pero lo que estuvo a punto de hacerle desmayar fue que, casi al instante el animal, sin inmutarse le respondiera: “¡Coño, un hombre!”
Se frotó los ojos fijando su vista sobre el gato sentado imperturbable en el taburete. “Carlos, se dijo a si mismo, esto tiene que ser un sueño. Si, es un sueño. Te has quedado dormido, ahora abrirás los ojos y te irás a casa. Aquí no hay nadie más que tú. Ni gatos ni la madre que los parió…”
Cerró y se volvió a frotar los ojos un par de veces antes de volver a fijar su vista. A pesar de ello, el gato seguía allí sentado y, de una manera insolente, como buen gato, volvió a decir:
¿Quieres dejar de hacer el gilipollas y servirme de una vez ese Martini? En vaso largo, por favor.
Se dio la vuelta. De manera inconsciente tomó un vaso, una botella de Larios y se dispuso a preparar la bebida. Sus actos, automáticos, se vieron interrumpidos nuevamente por la voz de su particular cliente.
No, Larios no. Ponme ginebra de importación.
De pronto cayó en la cuenta. Era un domingo, las dos de la mañana y estaba preparándole un Martini a un jodío gato que ni siquiera parecía de raza. Dejó la botella y el vaso para encararse directamente con el animal.
Mira tío. Esto no me puede estar pasando a mí. Hoy no he bebido, no lo suficiente, como para estar discutiendo con un estúpido gato así que, atúsate los bigotes, toma la puerta y lárgate. Prometo no contarle nada a nadie de esto. Total, tampoco me iban a creer´…
A ver si guardamos un respeto con los clientes. Yo todavía no he dicho que tú seas un estúpido camarero, aunque estoy empezando a pensarlo. He pedido un Martini y no me iré de aquí sin tomármelo. ¿Prefieres que añada a mi petición la de la hoja de reclamaciones?
¿Hoja de reclamaciones? ¿A un gato? Tu lo que tienes que hacer es dejar de dar por culo y cazar ratones o irte a buscar gatas por los tejados.
Eso es lo que haría, dijo el aludido con pena, si no estuviera capado. ¿Crees que con las monadas que hay por ahí iba yo a estar perdiendo el tiempo contigo si tuviera los cojones en su sitio? No puedo follar y por tu culpa tampoco puedo beber. ¿Qué me queda? Ni siquiera puedo cazar ratones. Me arrancaron las uñas cuando era un cachorro. “Es que araña, le dijeron al capullo que me las arrancó”. ¡Joder, si soy un gato! Pues claro que araño. Si querían una mascota que no arañase y que no mease marcando los rincones que se hubieran comprado un galápago de esos que tienen una tortuguera de plástico con una palmera. Esos bichos son gilipollas. Ven la palmera y dicen. ¡Coño, una palmera. Pues como hay palmera esto debe ser una isla! Y allí viven felices comiendo gambas deshidratadas por el resto de sus días…
Joder, lo que me faltaba. Servir de psicoterapeuta a un gato hablador.
Pues no seas capullo y prepara de una vez ese maldito Martini. Me he escapado de casa y quiero emborracharme.
Está bien. No voy a discutir más. Los gatos hablan, se psicoanalizan y les gusta el Martini seco. Todo muy normal ¿Tanqueray te gusta?
Está bien, no pongas aceituna.
No iba a hacerlo, de todas formas no tengo aceituna. Por cierto… ¿Cómo piensas pagarme? –Sonrió mientras esperaba la respuesta del gato. Éste se atusó el bigote mientras le miraba incrédulo.
¿Pagarte? ¿Pero… eres gilipollas? ¿Cuántos gatos conoces que hablen? ¿Sabes el dinero que puedes ganar conmigo si me adoptas? Nos haremos famosos. Cine, radio, televisión… Pagarán verdaderas fortunas por vernos…
Es cierto. Oye, y por qué no lo hiciste en la casa donde vivías?
¿Con esos capullos que me han capado? Ni hablar. Que se jodan y sigan pobres. No les aguanto, ni a ellos ni a la insoportable de la niña. No soportaría volver con ellos. Por cierto, este Martini está cojonudo. Si le hubieras puesto hielo picado ya sería la…
Calló de repente. Alguien había pasado por el cierre a medio echar. ¡Mierda, mascullaron ambos a dúo. Un tipejo mediocre, con un bigote ridículo acompañado de una niña cubierta de lazos estaban frente a ellos. La niña gritó ¡Palmiro! ¡Eres un gato malo! ¡Me has dado un buen susto! ¿Por qué te has escapado de casa? Encima esto, dijo el gato en un susurro apenas imperceptible. Me llaman Palmiro. ¿Es que hay que joderse…
Te entiendo camarada, te entiendo. Dijo mascullando el camarero. Luego levantó la voz. ¡Oiga amigo! El bar está cerrado y ese gato es mío. Esta niña debería estar en la cama. Suelten al gato o llamo a la policía.
Bien, contestó el hombre. Llámela. Puedo demostrar que el gato es nuestro. Tengo la cartilla de la rabia, el gato está identificado con el chip y mi niña y yo llevamos toda la noche buscándolo. Si quiere llamar a la policía… adelante. Igual les interesa hacer una inspección de este tugurio.
Carlos saltó sobre el mostrador. ¿Tugurío? Te voy a partir el alma, cabrón capagatos.
El hombre se echó hacia atrás y la niña soltó el gato unos instantes. Palmiro notó que la presión sobre su cuerpo disminuía y pegó un salto para escapar por debajo del cierre. Al instante un chirriar de frenos y un golpe seco rompieron el silencio de la calle. Carlos salió del bar seguido a pocos metros por el hombre y su hija. El gato respiraba todavía. Se acercó a él. “Quizás sea mejor esto, amigo. El Martini estaba de puta madre” –le dijo el gato antes de cerrar los ojos. Carlos le acarició la cabeza. El hombre y la niña estaban detrás de él. Dudó sobre si habrían escuchado algo. Les miró frente a frente. La niña lloraba. ¡Palmiro, te has muerto, Palmiro… ¿Ves lo que te pasa por ser un gatito malo? El del bigote le miró. ¿Ve lo que ha pasado por su culpa? Ahora tendré que comprar otro gato a mi niñita.
No pudo aguantarlo. Abrió la mano y propinó una sonora bofetada a la niña. Esperó una reacción del hombre que no se produjo. Luego, despacio y con una lágrima cayendo por su mejilla se metió en el Bukowsky y se sirvió un Martini. Sin aceituna.
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