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CAFE A LA TURCA

Cuando lo vio entrar sintió lástima. Ese relámpago imparable de la primera impresión que, segundos después, ya estaba tratando de atenuar con pretextos inútiles: la corbata desabrochada hacía demasiado tiempo, el cuello percudido de la camisa blanca, el cansancio que siempre envejece, aún a los chicos de veinte, esa manera torpe y desguarnecida de los grandotes que cuando venga una catástrofe serán los últimos en poder esconderse. Maderitas arrojadas contra la corriente, devoradas por el primer y auténtico sabor ácido de la lástima.
Así observó la Turca al hombre que llegó con cuerpo de ropero enclenque, rubión, como aspirando aire escaso, mirada de animal golpeado pero desde hace mucho tiempo, siempre buscando a lo lejos entre la niebla. El personaje fue hacia la mesa pegada a la de ella, apoyó su portafolio de cuero, flaco y sobado, y de a poco se plegó sobre una silla con tremendo esfuerzo, semejante contraste de tamaños, encima de todo. Luego estiró las piernas largas y gruesas hasta que los mocasines asomaron arrugados del otro lado de la tabla redonda, muy cerca de los tacos bajos de la Turca, que disimulaba tomando sorbos de té con leche.
Ni bien el nuevo cliente pidió un café al mozo, que apareció y desapareció con rapidez eléctrica, sonó el celular en uno de los bolsillos del saco que lo recubría como segunda piel. Al ver la pirueta de esos brazos hasta lograr que la mano izquierda cazara el aparato también pequeño, modelo antiguo, teclas apretadas como alfileres en la almohadilla de mamá, la mujer de ojos grandes y pelo negro sin tintura a pesar de haber cruzado los cincuenta largos, rió para adentro, única espectadora en el bar semidesierto. Recién ahí supo que empezaba, justamente, una película que estaba viendo en primera fila.
El caballero llorisqueó con el patético estilo de los hombres que se quiebran sin derramar lágrimas, hablándole a ese aparatito que había empezado a morderlo sin darle tiempo a nada. La Turca buscó el pañuelo bordado en la cartera negra y exageradamente grande, fuera de moda pero imprescindible para su tranquilidad a la hora de cobrar a los morosos de la Compañía de Seguros “Asistencial S.A.“ para la que recorría las calles de la ciudad.
Noemí Gret, así consta en el DNI, se desempeña en ese trabajo desde que su marido encontró la muerte aquella tarde, entre la indiferencia general. La dura realidad de dos hijas en edad escolar y la soledad en serio le quitaron espacio para el duelo aún pendiente. Un ataque en plena calle, precisamente, cosas de la vida, fijesé, se suele asombrar ella cuando lo cuenta por primera vez a quien sea, pero mejor no seguir recordando, cierra enarbolando su mejor sonrisa triste.
La Turca, sin dejar de mirar al larguirucho, devolvió a la cartera el impecable trozo de algodón trabajado por las manos artistas de quien heredara el tamaño de los ojos y el sobrenombre. Al correr el cierre se dio cuenta de que estaba abierto y en su sorpresa desplazó sin querer el portafolio del hombretón. La voz suave pidiendo disculpas por la nimiedad, se perdió en la desesperación concentrada de aquel gigante como una gota tibia en un mar helado. Aquella voz aflautada por el miedo, suplicaba al celular: “no dejen sin trabajo a mi hija enferma, si es necesario iré de noche a terminar lo que ella no puede por sus dolores de espalda, por favor”.
Por un momento, Noemí pensó en levantarse pero no pudo. Prefirió girar la cabeza, aunque era la única, evidente, testigo de semejante degradación humana y sabía que las miradas juzgan más que las palabras. Así pasó un tiempo inmedible en el que La Turca rezó para que aquello terminara, que el hombre se fuera de una vez y la dejara con ese descanso previo a cruzar la vereda, rendir en la oficina los pagos recolectados y le permitiera llegar a casa y cocinar para las chicas que ya estarían esperándola en el departamento.
Sus plegarias fueron atendidas sin que lo advirtiera. De repente, la figura gigante despareció de su lado: ni el portafolio, ni siquiera su olor a transpiración habían dejado huellas. La mujer de ojos almendrados se levantó, fue hasta la caja a pagar para evitar demoras, abrió la cartera, buscó la plata y ahí sintió el puñal preciso de la indignación clavarle la vergüenza. Revolvió, dió vuelta como un guante, vació la cartera sobre el estaño y las cosas cayeron en la mesa de una mujer que gritó enfurecida porque el café se le volcó encima. La Turca puteó, reputeó como sólo su padre podía hacerlo y ya serena, frente a la cara del mozo absorto, admitió la derrota. Al fin sacó un par de billetes de su bolsillo, pagó su gasto, y dijo: a la Turca Noemí nadie le roba tanta guita así nomás. Yo ando todo el día en la calle y lo voy a encontrar otra vez, de eso estoy segura. Después se fue meneando sus caderas, dignas de aplauso, entre los reclamos de la clienta salpicada por el café del escándalo.
La más eficiente cobradora de “Asistencial S.A.“ tuvo que reponer hasta el último peso con descuentos mensuales a sus comisiones y siguió deambulando por la geografía que dominaba como al patio de aquella casa natal en el barrio lleno de casuarinas. Fue acercándose a su retiro jubilatorio, muy merecido, por cierto. Solía calcular cuánto le correspondía cobrar, cómo arreglárselas, cómo envejecer dignamente. Le gustaba acomodarse en el bar más viejo de la ciudad, al que había visto inaugurar, pleno de maderas y aromas, y encontraba lleno de recuerdos, vidrios blíndex y fórmicas insultantes.
En la media mañana del miércoles que nos interesa, Noemí Gret entró con su cartera fuera de moda y fue directamente a la mesa que siempre estaba ahí. Acomodó el físico al asiento, echó una mirada distraída al salón donde cada conocido cumplía su papel y pidió un tostado, té con leche, sacarina. Diez minutos más tarde, un relámpago de emoción la recorrió desde sus tacos bajos hasta la coronilla. Fue al escuchar aquella voz que decía: “Está todo arreglado, quédese tranquilo, su dinero cubre la garantía por dos años por granizo, y la producción de cien botellas de malbec etiquetados a su nombre, está asegurada. Deme un par de días y le llevo las primeras para que vea. Se lo pido como favor personal, mi hija está enferma, y estoy yendo de noche a terminar lo que ella no puede por sus dolores de espalda, por eso no me pude ocupar de lo suyo, ¿entiende?”.
La Turca dio vuelta su cabeza, encaró hacia la mesa oculta detrás de una columna y se sentó frente al hombretón que llorisqueaba celular en mano. Lucía una calva perfecta, anteojos oscuros, camisa sport y pantalones verde pastel. Sus pies calzaban sandalias de cuero trenzado, a su lado reposaba una mochila. El longilíneo sonrió a lo campeón, abrazó a la mujer como si se tratara de esos seres muy queridos pero que la suerte hace que nos encontremos tan pocas veces, la besó en la mejilla, la invitó a sentarse como si fuera uno de sus clientes habituales, le preguntó por su familia, le contó que su hija seguía con el mismo problema con los ojos enrojecidos al instante. Aquel tramposo sabía perfectamente que su reputación en ese ámbito dependía de que aquella mujer no pudiera hablar del asombro. Después, una vez que La Turca pudo terminar de tomar el vasito de agua de su café, aguijoneada por la sed, sacó de la mochila una billetera muy gorda. Buscó entre tarjetas de crédito variopintas varios billetes grandes que fue depositando en la mesa como triples de miga. A la cifra que le había robado, agregó un veinte por ciento. Por las molestias, dijo. Después llamó a la chica que solía rondar por el lugar, compró un clavel rojo y se lo obsequió. Para una gran persona que comprende un error, sonrió. Se fue manso, con un elegante golpe de cabeza.
La cara estupefacta de la Turca, descolocada ante tamaño rufián, flotó en el silencio por un instante. La cobradora salió a la calle corriendo: tenía que decirle lo que tantos años de bronca habían macerado. Corrió una cuadra y, cuando lo tenía cerca, vio tambalear aquella estructura ósea, que cayó a la vereda. Mil caras desconocidas corrieron. La Turca se encontró subida a la ambulancia, acompañando al ladrón que boqueba en una camilla. En la Clínica Romano Holandesa, inmediatamente hubo que hacerle un triple by pass coronario, según palabras del Doctor Ferulano, que dio a Noemí el parte médico por considerarla familiar directa. Al fin de esas dos horas tumultuosas de puertas giratorias y gente de blanco, muy amable, una empleada con atuendo de tirolesa o algo parecido le notificó los gastos ocasionados, ya que el hombre había informado, antes de entrar al quirófano, que no tenía cobertura social alguna. La Turca dejó toda la plata que había recibido y unos cientos más. Ya en la calle, sola, caminó despacio, riéndose a carcajadas. Hacía calor y era marzo.

Texto agregado el 24-11-2008, y leído por 193 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-01-2009 ohh esta genial la secuencia de la historia y sobre todo como describes cada detalle... nada se te escapa!!... me gusta mucho el nombre de Noemí... je... dcovali
01-01-2009 Muy buenos. En estructura y armonía. Un relato barbaro. Una historia que nos pueder pasar a cualquiera. deojota51
 
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