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Un cuentito basado en mis propias vivencias, bastante lejanas ya, de mi niñez, concretamente... Espero que lo disfrutéis.

Pequeñeces

El sol resplandecía con toda su fuerza aquella suave mañana de primavera, acariciando con su brillo los recovecos de la piedra. Una mota, en la lejanía, avanzaba dando pequeños botes. Parecía que se fuese a precipitar hacia el suelo de un momento a otro, pero esto jamás ocurría: la enérgica figurita, a pesar de caminar a la pata coja, y de tambalearse intencionadamente, nunca perdía el equilibrio.

Apoyados en uno de los flancos de la robusta muralla, una pareja observaba a la figurita. Ella, una joven mujer de abundantes rizos castaños y profundos ojos oscuros, no apartaba la vista de ella, como si temiera que fuera a caer estrepitosamente. Mientras tanto, él, con una vieja cámara de fotos en mano, ofrecía un aire más despreocupado. El cabello corto, el bigote y las gafas de sol opacas le otorgaban un aspecto un tanto serio, que la vestimenta informal compensaba en cierto modo.

Tomando ambos extremos de su vestidito, estampado con flores turquesas, la niña dio otro salto. Permaneció quieta en el centro del pedregoso pasillo. Entonces esbozó una deliciosa sonrisa desdentada y rió.

El hombre de aspecto imponente ya no merecía dicha denominación, pues su rostro también había sido invadido por una amplia sonrisa, y avanzaba hacia la chiquilla con decisión. La tomó entre sus brazos y trató de hacerle cosquillas en el lugar preciso donde sabía que las tenía. La pequeña no pudo contener una carcajada. Pataleó, al tiempo que su padre comenzaba a caminar con ella a hombros en dirección hacia la mujer, que enseguida salió a su encuentro.

- ¡Di patata!

La niña, con sus tres cortos años de vida y su torera blanca de encaje, rió de nuevo. La habían colocado frente a unos hermosos arcos rodeados de vegetación, erigidos en el corazón del parque. Tocó el puente de sus diminutas gafas de pasta con el dedo índice y jugueteó con el pie derecho, trazando un círculo imaginario en el suelo con sus zapatos redondeados de color crema. La cámara realizó la instantánea justo en el instante en el que la pequeña miró hacia el frente, con expresión calmada.

Captado tan bello paisaje con ella como protagonista, los tres se dispusieron a rehacer el camino hacia la clínica. Los pulidos e inmaculados muros del edificio no parecían convencer a la chiquilla, que con seguridad prefería la verdosa extensión de hierba que dominaba los alrededores del centro hospitalario. Luminosos terrenos de ese verde, que tanto agradaba también a su madre, llegaban más allá del campus universitario, perdiéndose en el horizonte.

Las puertas de la clínica se abrieron de par en par dentro de su impecable automatismo, y la niña frunció el ceño, tratando de expresar su disgusto.

- Quiero ver a la yaya -comentó con desgana, y su aguda voz resonó en el reposado vestíbulo.

Su madre le hizo un gesto con uno de sus dedos, el cual posó sobre sus labios, y que ella interpretó como Silencio.

Semanas después, la pequeña no volvería a protestar, pues las visitas a la clínica habrían terminado. No obstante, las preguntas sobre el paradero de su abuela, esa apacible mujer cuyo rostro no lograría recordar años después, sí que se harían más frecuentes; preguntas que, por desgracia, ni un adulto podía responder.

*****

No fue esta la última vez que la niña se quejó ante la perspectiva de visitar los desagradables pasillos hospitalarios.

En la negrura, la pequeña gimió. Acalorada y confundida, no podía apenas moverse. El sueño se le antojaba pesado, así como agobiante. Se sentía atrapada en una horrible pesadilla de la que no podía desprenderse, aunque lo deseara. Era consciente de que nada de aquello era real: su estado, entre la ensoñación y la vigilia, era como un limbo del que no podía huir, pero en el que tampoco le era posible permanecer. Quería moverse: lo deseaba con todas sus fuerzas, pero por más que lo intentase no lograba que sus extremidades se desplazaran un ápice.

Empapada de sudor, al fin se incorporó de golpe entre las revueltas sábanas. El grito de angustia no se hizo esperar. Unas manos le palparon la cara, al tiempo que unos cálidos brazos la aferraban.

- Tranquila, Marta. Sólo es un sueño... Vamos, a dormir, a dormir. Túmbate -la firme pero apaciguadora voz femenina pareció calmar ligeramente el ánimo de la chiquilla, que se recostó sobre la húmeda almohada y fue arropada, a pesar de que su menos padecimiento era el frío.

- Mamá, mamá... -balbuceó.

Lo último que percibió, antes de ser acunada por los brazos de Morfeo, fue una suave caricia en sus castaños cabellos.

*****

A Marta le gustaba observar. Era una ocupación bastante entretenida, y muy efectiva, dicho sea de paso, en los momentos de aburrimiento, que tanto habían abundado en aquellos extraños días.

Cuando aquella mañana le despertaron y posaron una bandeja sobre sus rodillas, enfundadas por las inmaculadas sábanas del hospital, decidió tomar nota de todo lo que sucedía a su alrededor. Tenía miedo, mucho miedo; y, aunque no se percataba de ello, centrar su atención en otras cosas hacía amainar dicho temor por un breve lapso de tiempo.

Su cama estaba colocada en el centro de la habitación, una estancia amplia, de baldosas blancas y paredes de idéntico color, pero no demasiado grande. A su derecha, un niño de pelo corto y piel pálida; y a su izquierda otro, pero de tez oscura. Marta nunca había visto un negrito, como ella decía, tan de cerca. Y, a pesar de que su Rey Mago favorito no era Baltasar, sino Gaspar, el niño de tez oscura se le antojaba simpático. Sus dos compañeros de penas parecían también muy asustados. Habían empezado a desayunar la comida que les había traído una agradable señora de uniforme tan blanco como las paredes que les rodeaban.

Marta echó un vistazo a su bandeja grisácea, tomando el paquete de galletas perfectamente alineadas dentro de su envoltorio de plástico. Tiró de sus extremos, pero sus intentos se vieron frustrados. Siempre le pasaba lo mismo, y siempre aparecía su madre para resolverle el problema. Cuando, gracias a ella, tuvo acceso al dulce sabor del desayuno, se abandonó al libro para coloreal que alguien le había dejado junto a la comida. Fue pasando las páginas con lentitud, deslizando sus deditos entre las acartonadas hojas, hasta que seleccionó el dibujo que iba a pintar: un payaso.

En el instante preciso en el que comenzó a rellenar la nariz con un vivo tono rojo, varias señoras, ataviadas con el mismo uniforme blanco que la aparecida minutos antes, se llevaron a su compañero de tez pálida en una camilla. Cuando hubo terminado de colorear el abombado pantalón del payaso, afanosamente y sin salirse de las líneas (se sentía orgullosa de ello), la llamaron a ella. Las mujeres habían reaparecido y una de ellas pronunciaba su nombre y apellidos. Era lo suficientemente mayor como para conocer su nombre completo; no cabía duda que se refería a ella.

La colocaron en la camilla. Su madre, levantándose de la silla parduzca colocada al lado de la cama, se reunió con su marido. Ambos flanquearon la camilla, que empezó a avanzar con ligereza a lo largo de un estrecho y luminoso pasillo. El corredor parecía no terminar nunca. Marta, recostada boca arriba, escrutaba las lámparas fluorescentes que se repetían una y otra vez.

De repente, la camilla se detuvo ante dos grandes puertas.

- No tengas miedo -dijo su madre, rozándole una mejilla con los dedos.

Seguidamente, las puertas cedieron al empuje de la camilla.

Segundos después, la chiquilla caía en un profundo sueño. En el momento en que sus ojos se cerraron, alentados por la última aspiración anestésica, un hombre de gorro y mascarilla verdes levantó su párpado derecho con el pulgar y la miró con fijeza.

*****

En la guardería Sésamo, un diminuto edificio erigido en la intersección de dos calles de aquella tranquila ciudad, el bullicio se hacía perceptible a las once en punto de la mañana. A esa hora, los niños salían al patio interior, donde correteaban y exteriorizaban todas las energías que habían estado conteniendo en su interior desde el inicio de la jornada. Decenas de pequeñas batas de colores se movían y gritaban alegremente, botando y cacharreando con los juguetes. Del interior procedía un lastimero llanto de un chiquillo, al que reprendía una voz femenina.

- ¡Te dije que si decías palabrotas te lavaría la boca con jabón!

Varias barquillas, donde se guardaban los útiles de juego de los pequeños, estaban esparcidas por el embaldosado suelo multicolor. Una chiquilla empujaba una de ellas, tratando de trasladarla. Su ondulado pelo castaño, sólo mantenido en su sitio por una diadema granate, se columpiaba hacia los lados, al tiempo que arrastraba dificultosamente la barquilla amarilla.

- ¿Me das un trozo de tu bocata, porfa?- la sobresaltó otra niña.

Marta alzó la vista y contempló a su amiga Joana con su ojo izquierdo, pues el derecho se encontraba oculto bajo un parche color beige. Ella la miraba cual cordero degollado.

- Claro -asintió con gusto la pequeña.

Sacó de su saquito del almuerzo un bulto de papel de aluminio y, desenvolviéndolo, le tendió un buen pedazo de su bocadillo de mortadela.

- Pareces un pirata con ese tapete – consideró Joana. Dicho esto, mordió con ganas el pan y sonrió, divertida.

*****


- Mi padre me recuerda muchas veces que, cuando me operaron, nada más despertar, pedí un bocadillo de jamón serrano. Así, me controlo un poco al comer porque se mete conmigo -apuntó la joven con ironía.

Esbozó una mueca perspicaz, al tiempo que se colocaba bien el cuello del jersey de tonos púrpuras.

- Siempre cuentas lo mismo -respondió su amiga -. Y también te encanta contar que, en la guardería, había una chica a la que le acababas dando tu almuerzo por pena. Eres más buena que el pan -concluyó, y sus impactantes ojos verdes brillaron con pericia.

Marta le respondió con una amplia sonrisa: una de las pocas cosas que había conservado de su ya pasada niñez.

Texto agregado el 24-11-2008, y leído por 177 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-02-2009 el problema de contar cosas personales es que uno se desvia y escribe lo que el piensa de los personajes, y eso dificulta el mensaje final que se quiere dar (creo yo), pero este cuento esta muy bien manejado en cuanto a los personajes, las descripciones, y sobre todo los dialogos, aunque breves, de gran importancia. Saludos. Minickesnick
 
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