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Hoy, no sé por qué razón, no tengo ningún tema para escribir. Puede ser que tenga el cerebro lleno de impresiones extrañas. Unas sensaciones las cuales se amontonan sin ningún sentido razonable que no me permiten deshacer y aclarar el fondo tan extraño que las conduce. No puedo llorar ni tan sólo reír. No me siento triste, ni contento, ni desencantado, ni tan siquiera indiferente. Hay tantas cosas sin sentido alrededor de estas horas que me cuesta entenderlas. Mi corazón, no obstante, desea seguir amando.
He oído a una mujer decir – quiero morirme – Una muchacha que empieza a vivir, joven, dulce, hermosa, me ha hecho pensar por qué. Qué causa o problema puede padecer un ser tan bien dotado que hace nada más que un rato se encuentra en este mundo. Qué pensamientos tendrá cuando llegue a mi edad. Qué esperanza puede esperar de esta vida si ni siquiera puede gozar de ella misma, de los amigos, de los familiares, de los pájaros, del sol, del frío, de la lluvia, del propio latido de su tierno corazón.
Qué clase de enfermedad debe estar padeciendo. Todavía me pregunto por que desconocida razón, ella que lo tiene todo, quiere dejar de respirar. Dice que el mundo es una selva, que no existe vergüenza, ni moral, ni dignidad, ni confianza de ningún tipo. Que estamos dejados de la mano de Dios. Y que no hace falta más que ver la “tele”.
Cómo podría hacerle entender que, a su lado, vive un ciego, un cojo, un manco, un impedido, otra chica que ha sufrido la muerte de su joven padre y enseguida, la muerte de su madre, siendo a continuación abandonada por su propio marido. Que ha sufrido además un accidente, que la ha obligado al uso de unas muletas para poder moverse.
Como tantos otros, vine al mundo el seis de Marzo de mil novecientos treinta y cuatro, dos años antes de que estallara la guerra. Mi padre falleció a los treinta y siete años, en 1937. Mi madre falleció a los cuarenta y dos cuando este entonces niño, apenas cumplía ocho. No empecé a leer hasta los nueve años; cerca de casa no había ninguna escuela.
Cuatro niños quedamos huérfanos, el mayor con dieciocho años. No teníamos nada de nada, ni siquiera un sentido de esperanza. Una esperanza, por otro lado, que nunca la hemos sentido ausente de verdad, es bien cierto. No teníamos más familia, y aquella que lo fue, nunca pudo hacer nada por nosotros, tal vez un generoso intento, por encontrarse en el otro bando. Fueron necesarios cincuenta años, para volver a vernos; aquellos que tuvimos la inmensa suerte de sobrevivir.
He oído a otra mujer, una abuela de más de ochenta años, cuando cantaba una cancioncilla infantil, con un dulce y alegre talante, por que había escuchado el sonoro eco del canto de una abubilla, la cual sin asustarse de la presencia de la abuelita, caminaba delante. Gozando de su larga edad se reía, por que hoy, me dijo al cruzarme con ella - me visitarán mis nietos – unos ángeles que me hacen muy feliz.
Me pregunto por qué razón, los jóvenes de hoy, viven ausentes de todas las maravillas que siguen estando tan cerca de ellos. Por qué razón sufren si les falta cualquier cosa, si disponen de todo lo necesario para vivir contentos, plenos y felices. Los padres todavía luchamos por ellos, les escuchamos, les ayudamos y por encima de todo, deseamos que sean ellos mismos. ¿Será demasiado? Será esa la causa, de una excesiva protección...
Vuelvo a repetir, como ya hice otras veces, que el hombre de hoy, goza de demasiados juguetes, que no es consciente del privilegio que supone abrir los ojos cada día, ver el sol igual que ver la luna y las estrellas, por encima de todo, sentir que muchos tienen suerte, que mucha gente es feliz cuando al propio tiempo, “millones de seres mueren de hambre”, que la mayoría ríe al mismo tiempo que su prójimo más cercano; los amigos, los conocidos, los compañeros, los maestros, los colaboradores, aquellos que siguen siendo leales al que les dio trabajo, a los amigos del que les dio trabajo.
Lo más triste de todo es vivir vacío, sin esperanza, sin fe, sin posibilidades de evolución por convicción propia, quemando las horas y los días, en actitudes y hechos sin ningún sentido. Un sentido que no se decide ni a leer un libro, escuchar una melodía, pintar un cuadro, escribir una página, ayudar al enfermo que pasea a su lado, y todavía cerrar los ojos a la dulce realidad del dulce sonreír de un niño.
Deberían entender por qué hay tanta gente que pasa tanta hambre, sin la absoluta posibilidad de aprender a leer, una necesidad ineludible si han de andar por este mundo luchando por conseguir el más mínimo triunfo. Ver a esta juventud, vestidos, alimentados, protegidos – y a la vez inconscientes – de todo cuanto disfrutan – es el único desencanto que pueden sufrir sus padres. Unos padres en muchas ocasiones, satisfechos con la actitud de los hijos luchadores, y consecuentes con sus circunstancias, sin miedo a la muerte si viven convencidos del inmenso valor que todos ellos poseen, decididos por encima de cualquier trance, a no perder el bien capital del coraje de su íntima dignidad..
Confiemos y esperemos que, una vez conozcan el sentido de esta vida, se lancen sin reservas, al uso del sentido común, un sentido poco común dicen, que solamente los podemos encontrar en las posiciones razonables, fuertes, confiados, rodeados de la entereza y la responsabilidad que, un ser con cerebro, se debe a sí mismo. Tendremos más de lo que esperábamos, aunque a veces, podamos dudar de ser merecedores de la más mínima fortuna.
La suerte nos envuelve casi cada día. Atémosla cuando la tenemos, gocemos de ella sin esperar ni desear que sea toda nuestra. La tan esperada felicidad del futuro imprevisible la tenemos ahora, pero es bien cierto que en demasiadas ocasiones, no estamos lo suficientemente despiertos para llegar a conocerla.
También para entender las sensaciones extrañas y ser feliz, es necesario soñar despierto; no siempre; pero si de tanto en tanto.


Robert Bores Luís.

Texto agregado el 23-11-2008, y leído por 76 visitantes. (0 votos)


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