Sobre las gramas de una pradera a orillas del lago Iara, un pequeño hombrecito de cabello bermellón y con una barba larga, estaba recostado, y cogiendo la tórrida luz del sol. Entretanto en su sueño egregio, sílfides jubilosas, espíritus del aire, danzaban alrededor del árbol de Yggdrasil, recitando dulcemente: Alea iacta est (La suerte está echada).
De repente, el hombro de aquel enanito se movió, oscilando de un lado a otro, a causa de los avatares repentinos de presión, sobre la espalda del pigmeo, que ejercía con su mano el amigo del dormilón, para por fin despertarlo con la mayor premura posible.
Las hermosas imágenes de fantasía de sus sueños se transmutaron en una horrible pesadilla cuando paso del mundo imaginario a la realidad.
Con un susto resucitó quien como muerto, la pereza le había dejado las mejillas coloradas de llevar tanto sol por la prolongada siesta que se hecho desde la mañana hasta el mediodía. Mas en el momento mismo cuando se levantó, le ardía tanto el rostro – como sí estuviese de boca junto con el carbón de color carmesí de un fogón de cocina – que se abalanzó con todo y ropa en los márgenes del gran lago con el propósito de refrescarse.
Cuando el enano salió de debajo de las aguas cristalinas de aquel estuario (en la que llegaban constantemente las migraciones invernales de las sublimes criaturas místicas que volaban, con el fin de emparejarse, copular y, por último, formar como siempre miles de familias que partirían con el arribo de la cuarta primavera – según el calendario gnómico – hacia su correspondiente hábitat perenne, y en donde algunas se quedarían, y otra regresarían repitiendo el ciclo libertino, regido por la adrenalina y el deseo, que toda especie tiene por mantenerse en la lucha para no extinguirse) vio a su camarada vestido con un jaco azul nebuloso y unos gregüescos arañados; perceptibles de entre el yelmo, la malla, el cinturón, las rodilleras y los borceguíes; y éstas últimas tres con pequeñas inserciones de placas cuadradas de un metal antiguo, bien cosidas a las telas de estas prendas que conformaban parte de una armadura vieja y oxidada.
– Orinne, tremendo julepe el que me has dado tú, y menos mal que la hechura que provocaste en mi no fue peor. Aunque mis quemaduras son en principio negligencia de querer curarme con helioterapia del retortijón de anoche, no lo vuelvo a hacer más – le dijo a su par, quien sí tenía la indumentaria de latón, el recién bañado que se acercaba a tierra firme para salir del agua, puesto que él se había quitado su armadura ante de asolearse. Y que a su vez - apenas se acordó- intentó rápidamente sonsacar de su faltriquera izquierda, del camisón humedecido, la cachimba de madera de roble. La observó unos instantes, y más tarde, la inclinó dejando salir un chorrito de lodo fusco del agujero mayor de la pipa. Luego que la escurrió, gimió un rato por su actitud lerda de perder el poco tabaco que tenía.
– Ahora te pones a llorar como niño mimado, Prisco – aseveró con desdén Orinne – ...me estás haciendo llegar tarde al juicio, puesto que no te hallaba por ningún lado... y estoy muy satisfecho de que te encuentres como estás... y si fueses listo al menos hubiese tomado el aceite purgante de ricino en vez de llevar sol como teja.
Daniel Gutiérrez Carrasco
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