De pie, en la puerta principal del castillo, la Reina observa la mudanza. Los trabajadores suben apuradamente, y con descuido, el viejo mobiliario al furgón; uno tras otro asemejan una fila de hormigas. Frente a la Reina desfilan múltiples objetos: un viejo sillón, las lámparas, una gran cobija azul, y al final una caja que contiene botellas casi vacías de esencias, burbujas para baño, aceites, cremas y hasta mermeladas. Poco a poco los furgones se llenan de recuerdos, sueños y esperanzas muertas.
Al final de la jornada, el vehículo cierra sus puertas y se desliza por el polvoriento camino. De una ventana asoma el rostro del viejo inquilino quien, con lágrimas en los ojos, levanta la mano para decir adiós a la Reina; ella le regala una última mirada con un dejo de tristeza, tristeza que se disipa al recordar, entusiasmada, que en unas horas más llegará su Rey con el nuevo mobiliario, la decoración y el vino para habitar, juntos, el castillo.
La Reina gira y avanza con gracia hacia la casa. Antes de cerrar la puerta tras de sí, echa una última mirada a la mudanza que, en medio de una lejana nube de polvo, se pierde en el camino sin rumbo fijo, sin destino; tal vez hacia el abismo, hacia la nada.
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