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"La fantasía de un mortal"

El la miraba, contemplando sus ojos, viendo en su rostro las facciones que amaba.
Ella tenía pestañas muy largas, y, cuando miraba a lo lejos, el se enamoraba de su perfil. Esas pestañas negras, enmarcadas por el rimel y el delineador… Qué hermosa imagen, tanto lo era, que se tornaba sofocante para aquél hombre enamorado. Estela llevaba un aire a incógnita, a secreto bien guardado, un misterio que lo embelesaba y era sólo fruto de los años. Años que parecía no tener, inocencia que había perdido y en ciertas miradas parecía conservar.
- No me mires así, Gabriel…-
Estaban sentados en un restaurante, junto a la ventana, cenando. Era una hermosa velada, un ambiente musical y con candelabros colgando.
- Aún no lo entiendes ¿No, Estela? Ya te lo he dicho, yo…
- ¡No necesito que lo repitas, Gabriel! – Estela le clavó la mirada, con ademán inquisidor – No necesito esto y no necesito de ti. Me parece que eres tú quien no entiende…
- No tengo miedo a lo que puedas ser, no tengo miedo de lo que eres, ni de quien fuiste. Tengo miedo de no poder estar contigo.
Ella volvió a mirar a través de la ventana. Lejana, incomprensible. El volvía a contemplarla como quien examina a una obra de arte. Su cuello blanco, sus labios rojizos. Ese rojo que no destiñe, un rojo que no es lápiz labial. Esa expresión que tenía, cuando, sin decir nada, parecía delatar algo. Gritaba algo, algo que no debía.
- No te haces una idea de quién soy, por eso me amas. No amarías al monstruo que habita mi ser. No… Al monstruo que soy.
- No eres un monstruo…
- ¡¿Qué soy entonces?!
- La mujer a la que amo…
El vestido que llevaba, negro y largo, acentuaba la palidez de su piel. El cabello suelto y tan largo y tan lacio la hacían más bella de lo que en realidad debía ser. Sus uñas cortas, sus manos delgadas y sus dedos filosos, eran un insulto a la tranquilidad, a la normalidad antropomórfica del ser. Gabriel la seguía contemplando y no hacía más que devorarla con los ojos, sabiendo que la voracidad verdadera la encarnaba ella. Una voracidad distinta.
- Sé lo que sucede. Es mi apariencia. Es mi apariencia la que despierta curiosidad en tu alma. Sé cómo me ves y sé cómo me ven los demás… Pero detrás de esto no hay más belleza, hay años de peligroso debate entre las sombras y las luces. La inmortalidad envejece mi paciencia, Gabriel.
- Sé que no vas a herirme…
- Sí, pero sólo porque ya te herí una vez… Y te ha perdonado el Cielo para que hayas salido ileso. Pero a mi el Cielo no me da tregua, y no lo hará contigo por segunda vez. Dios no puede amparar a quien corrompe.
- Te quiero conmigo, Estela...
- ¡Ya he sido tu amante!
- Te quiero como algo más… como mi esposa.
Estela sintió algo que jamás había sentido. Algo que casi la descompuso. De pronto una extraña fiebre cubrió su cuerpo, convulsionó su frialdad epidérmica, se instaló en sus venas. Volvió a mirar a lo lejos a través de la ventana, pero, ésta vez, Gabriel notó cómo de sus ojos partía hacia sus mejillas una lágrima negra.
- No es negra por el delineador, es negra por la oscuridad de mi alma. Mi corazón está demasiado putrefacto como para sentir amor. Para amparar sentimientos así, no estamos nosotros.
Cuando Estela se levantó, haciendo sonar sus pasos por los altísimos tacos con los que caminaba. Gabriel se apresuró a tomar su mano, justo cuando sonaba un tango clásico y viejo. Varias parejas se pusieron a bailar en la sala. Gabriel acercó a Estela hacia su cuerpo y comenzó a llevarla con sus pasos. Estela seguía con sensuales movimientos que dejaban ver la piel de sus piernas a través de un pronunciado corte en su vestido. Estela no sonrió una vez, ni emitió sonido. Pero miró con ternura a aquél hombre, que la amaba, que la deseaba más allá de la provocación y de los deseos carnales.
- Ya van a ser las 12, Gabriel, debo irme…
- No quiero, Estela, no puedes irte. Quédate y baila conmigo, baila conmigo este tango y para siempre…
Estela se acercó al oído de Gabriel y le susurró un “adiós”
- ¡No, Estela! Te Amo…
Y la abrazó con fuerza para no dejarla irse. Su cuerpo delgado y bello parecía fundirse en él. No quería soltarla, no debía hacerlo. Si se iba ¿volvería? A qué lugar del mundo iría a refugiarse de las luces cegadoras. Pero cuando quiso preguntárselo, ella ya no estaba entre sus brazos. Pero sintió sus mejillas húmedas, y descubrió gotitas negras que de pronto se evaporaron.
Gabriel miró a su alrededor, todos seguían bailando.
El universo perdió algo de poético cuando Estela se fue de su lado.

Texto agregado el 22-11-2008, y leído por 115 visitantes. (2 votos)


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