Tomé a la zorra por los brazos y comencé a insultarla. Le dije perra, babosa, cerda, gusano, puta. Le gustaba. Ahora entendía aquello sobre la mente a tono. Era una verdadera sucia. La escupí, la golpeé. Después de tres horas de buscarlo, por fin di en el punto. Me di cuenta de que todo lo que necesitaba era algo de disciplina. Sus ojos se vidriaron, su cara se volvió roja. Torció los labios y lanzó un grito. Un grito terrible. El coro de evangelistas se detuvo. Antes de que pudiera reaccionar, dos religiosos habían tirado la puerta abajo. Dijeron algo que no entendí, pero que traduje en mi mente como "¡Promiscuos!". Nos sacaron a la calle a la fuerza, adonde aguardaba una multitud de fanáticos religiosos enfurecidos. Querían apedrearnos por fornicar junto a una iglesia. Yo temí por mi vida. Intenté convencerlos de que yo no había manchado mi cuerpo con ella, de que era ella quién me obligó a satisfacerla. Pero no me entendían palabra. Entonces saqué de dentro mío algo que estaba germinando hace tiempo, pero que sólo en ese momento afloró. Un vocablo universal. Arranqué el grito de mis entrañas: "¡Soy GAY!". Eso sí lo entendieron. "Ele é gay", dijeron. Y fue peor. Fue mi condena. Me desnudaron y me castraron en público. Ya estaba amaneciendo. Pude distinguir entre la gente la cara hermosa del negro, emocionado y orgulloso de mí. Creí que estaba alucinando por el dolor, pero era él y venía a rescatarme. Golpeó a los evangelistas como si fuera Bruce Lee y me tomó en sus brazos. No supe nunca más nada de Sharleena.
Ahora, realmente no sé si soy hombre o mujer, pero no importa. El negro me ama. Vivimos a la orilla del mar y a veces Héctor nos visita. Creo que soy feliz.
Fin |