Contraflujo
Alberto sube las escaleras con lentitud. Le es difícil respirar. El ambiente tiene un aire sucio, pesado. El reloj marca las doce y media de la noche y Alberto clava su mirada en las manecillas, se queda así unos instantes. Imagina lo que podría estar haciendo en casa, a esa misma hora. Bosteza intentando proyectar indiferencia. Después, regresa al escritorio para despedirse de sus cosas y salir de la oficina. Quiere irse y al mismo tiempo no. Ya no hay nada qué hacer en el trabajo pero, en realidad, ya no tiene un sitio a dónde llegar.
Aborda el automóvil. Arranca el motor. Recorre algunas cuadras y piensa un poco en su esposa, la echa de menos.
–A pesar de que te veo siempre –dijo Estela una noche–, a veces pienso que eres extraterrestre. Cada día me siento más ajena de ti –terminó su sentencia y lo enfrentó con la mirada; su mirada áspera, tan profunda, tan de ella.
Hace un par de meses que la vida de Alberto se ahogó en la melancolía. Apenas cumplió treinta años, comenzó a reprocharse todas sus metas frustradas. Él quería dedicarse a pintar y nunca se dio tiempo para ello; culpó al matrimonio. Estela no me entiende, se dice mientras avanza por la avenida insurgentes, a sus veinticinco años todavía piensa en fiestas y desmadres, yo ya no quiero eso, ya no me interesa ver a los amigos, como consuelo de fin de semana, ni seguir en la monótona vida de oficinista. Entonces, la única salida que encontró Alberto fue el silencio. Piensa en eso al tiempo que acelera a fondo. Los edificios iluminados de luz artificial se reflejan en sus ojos; los imagina en un lienzo. Comienza a sudar.
–Es que nunca tienes tiempo para mí –gritó Estela y aquella voz fue una espada cortando el aire –todo el tiempo estas en el trabajo, desde la mañana hasta la madrugada. Y yo aquí como idiota esperando a ver a qué hora te acuerdas de mí. ¿Qué piensas que soy un mueble?...
Él guardó silencio. Pensó que era lo mejor.
La aguja del velocímetro gira en forma vertiginosa. Cien, ciento cuarenta, ciento sesenta. Los semáforos y las esquinas desaparecen de su vista. Alberto, apenas alcanza a ver hilos rojos de pequeñas luces que se quedan atrás en segundos. El periférico está cerca y decide entrar. Disminuye la velocidad. Hay pocos coches circulando a esa hora.
–Estela –dijo Alberto una tarde cuando la encontró comprando cosméticos– ¿No entiendes que las deudas engordan? Que es necesario reducir los gastos...
–Contigo siempre es lo mismo –replicó ella–, siempre quieres vivir rodeado de pobreza... desde que nos casamos sólo me has dado miserias –la frase le llegó como el filo de una navaja, pero esta vez no rebanaba el aire, sino su orgullo.
El coraje se le desborda desde los poros de la piel cuando su memoria reproduce la voz de Estela, en el mismo tono de aquella tarde. Alberto siente ganas de golpear un árbol hasta hacerlo escupir labios pintados de rojo. Está empapado de sudor. Grita de rabia al tiempo que cierra los párpados a presión y frena el automóvil. Golpea el volante. El resto de la ciudad está en silencio; el bendito silencio, piensa.
Alberto abre los ojos y respira profundo. Se estremece por la idea que acaricia su cabeza; entonces, gira el volante a todo lo que da y da vuelta en u para avanzar en contraflujo. Acelera. A la una de la mañana la ciudad está vacía, dice justificándose antes de cualquier sermón. Un vehículo se le enfrenta con las luces altas; pasa a un lado y se sigue de largo. El claxon se escucha distorsionado, lejano.
–¡Si quieres largarte hazlo, pero no vuelvas a esta casa! –gritó ella desesperada, en la mañana de ese mismo día–. Me siento sola, contigo o sin ti. ¡No quiero mirarte otra vez! –terminó mientras le daba la espalda a su esposo.
Él, sin decir nada, tomó sus libros, sus discos y se fue. Pidió permiso para dormir en la oficina pero no se lo otorgaron. Entonces no supo qué hacer.
Alberto sonríe con despecho, con ironía. Mira el velocímetro que marca ciento sesenta kilómetros por hora. Sube la vista y contempla un nuevo par de luces blancas, señalando, lastimando la mirada a los lejos. Se aferra al volante y una gota de sudor se le desborda desde la nuca hasta la espalda. Alberto pisa el acelerador. El automóvil contrario parece no detenerse. Él, frunce el ceño y se concentra en la línea central. Un rechinido de llantas lo hace girar el volante, frenar y cubrirse el cuerpo con los brazos; todo es instinto.
Humo, ruido, incertidumbre; todo, mezclado con el olor a llanta quemada, inunda el ambiente desde afuera. Después del escándalo regresa el silencio. A Alberto no le ocurrió nada, ni un rasguño. El otro conductor no tuvo tanta suerte: el auto dio un par de vueltas y se proyectó contra la pared. Alberto se siente vivo. Necesitaba adrenalina para calmar su enojo. Piensa que separarse de su esposa no es motivo suficiente para morir. Entonces, respira profundo y enciende su vehículo. Da vuelta y una nueva idea inunda su cabeza.
No tiene que tocar el timbre porque aún conserva las llaves. Despierta a Estela aunque ya pasan de las dos de la mañana. El cabello enmarañado de su esposa y los ojos entrecerrados no le opacan su natural belleza. La misma gracia que deslumbró a Alberto desde las primeras veces que la vio. Él, nervioso, se sumerge en aquella mirada a contraflujo que le recrimina ausencia, desgano; la siente acercarse a más de doscientos kilómetros por hora. Sonríe y Estela contesta esa mueca con otra igual. Después, en silencio, Alberto la abraza por la espalda y se sumerge en el olor de sus cabellos para compartir los sueños frustrados, su melancolía eterna.
Gustavo Gamboa
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