Abrazado a su metralleta, el combatiente permanecía agazapado tras el porche del viejo edificio de departamentos. A lo lejos ya se escuchaba el conocido rugir de los motores del vuelo de las 18:40 horas.
No podía distraerse ni un segundo. Tres sicarios más lo acechaban un par de casas al norte. Podía ver parte de sus chamarras rojas que asomaban ligeramente entre el auto negro y la pared que les servía de parapeto.
El recuerdo de hija del español dueño del 'Café Trola’ no dejaba de perturbar su mente. No había duda, estaba enamorado de ella; pero el jefe de la otra banda con más verborrea y dinero que él, le había "robado la canasta".
--"Esto no tiene sentido --pensó para sí. Los tipos me tienen en la mira. Los enfrentaré abiertamente. ¡Que vomiten sobre mí todo el plomo y acaben de una vez por todas". El sudor bañaba su cuerpo y su corazón desbocado lo tambaleaba. Estaba a punto de abrir fuego cuando escuchó la voz de una señora a la mitad de la calle.
--¡Arnold, a casa hijo, es hora de comer!
Texto agregado el 20-11-2008, y leído por 177
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Lectores Opinan
22-11-2008
Muy buen cuento. Un final inesperado hace que la lectura sea agradable.***** zumm
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