ARRIBA, ABAJO
Esta mañana Alba salió temprano de casa. Ni siquiera la oí levantarse. A eso de las nueve, la peque me ha despertado. Se ha subido a la cama y me ha abierto los ojos tirando hacia arriba de los párpados. El sol entraba por las rendijas de los postigos dejando unas franjas de luz sobre las sábanas. He palpado con la mano el lado izquierdo y entonces me he dado cuenta de que Alba ya no estaba.
-¿Sabes dónde está tu madre?- le he preguntado a la peque. Ella se ha encogido de hombros y se ha puesto a saltar sobre la cama.
En la cocina, bajo un vaso de agua, Alba dejó una nota en la que decía que se fue de compras y volvería a mediodía. De compras. ¿Qué habría que devolver esta vez? Mientras llenaba la cafetera de agua, echaba cucharadas de café en el filtro, la enroscaba y ponía al fuego, he barajado varias posibilidades. Un vestido para una cena de gala, un patinete para la peque, un cuadro... De todo ello había hablado por la noche. Calenté la leche, le puse el Cola Cao y eché cereales en un cuenco. El café salió a borbotones y llenó la cocina de olor amargo. La peque arrimó su silla a la mesa y se puso a desayunar. Me senté a su lado y mientras untaba una tostada de mantequilla y mermelada, le pregunté qué quería hacer esa mañana.
- Saltar a la goma- dijo ella con la boca manchada de Cola Cao- saltar a la goma en el patio. Levantó el tazón con las dos manos y apuró la leche. Luego salió de la cocina.
“Gasolina” se asomaba por la ventana, esperando a que abriera el cristal para saltar dentro. Miré el comedero vacío. Como Alba no se acordara, el gato se iba a quedar sin comida. Sólo un puñado de pienso. Eso era lo que había. Pero se acordaría. Ella nunca se olvidaba de la peque ni de “Gasolina”.
Recogí las tazas y platos del desayuno y los fregué. “Supongo”, pensé, “que traerá algo para la comida”. En esa fase, Alba siempre compra algo bueno para comer. Demasiado bueno, demasiado caro seguro. Pero eso no importa, porque luego viene la mala racha y todo se vuelve ahorro. No porque se lo proponga, sino porque las fuerzas no le alcanzan para pensar en otra cosa que no sea un plato de acelgas y patatas. Por ejemplo. Así que era el tiempo de las nécoras, los percebes, las quisquillas, el buey de mar. Algo de eso traería.
Sequé los platos y dejé el paño de cocina colgado cerca del frigorífico donde Alba había sujetado con un imán con forma de raja de sandía, un dibujo de la peque. Sonreí a la familia que parecía levitar, sin suelo bajo sus pies. Así es. Despegamos del mundo de tanto en tanto, para luego quedarnos amarrados a la tierra como si ésta tuviera grilletes de barro.
La peque trajo la goma y salimos al patio. Yo me senté y ella me pidió que abriera un poco las piernas para pasármela por los tobillos. Luego enganchó el otro extremo a las patas de una silla, quedando dos lados tensados y paralelos a ras de suelo, y comenzó a saltar pisando uno y luego otro mientras cantaba una canción. Corría una brisa que entraba del mar, olorosa a algas y pescado fresco. Miré el reloj. Aún era temprano. El sol asomaba entre los repetidores anclados en un alto, no muy lejos de la ermita que blanqueaba entre el verde oscuro de los pinos. Al día siguiente tendría que deshacer el entuerto. Siempre es así. A veces me canso de recorrer tiendas para hacer devoluciones, de reponer el dinero en la cartilla, de anular letras. Pero en el pueblo todos colaboran. Excepto Sixto el que compra y vende terrenos, con ése no valen explicaciones. Con ése hay que tener cuidado porque no se echa atrás de ninguna manera. Así fue como se quedó con los seiscientos euros que Alba dejó de señal para un terreno para la peque. Allí pensaba hacer una casita, a pie de mar, para que cuando creciera, tuviera su lugar donde vivir. Seiscientos euros no eran mucho, pero no volví a hablarle a Sixto. No quiero cuentas con él. Ni Alba. Es al único al que evita.
Del sastre Julián, siempre esperando inútilmente en la puerta de su negocio, con la cinta métrica colgada al cuello, a que venga algún jeque, alguien importante para encargarle trajes hechos a medida, no tengo queja alguna, pues cuando Alba va por allí y elige telas y le hace tomar medidas para un vestido largo, un smoking o cualquier otra prenda que se le antoje, él la atiende con diligencia y se contagia del entusiasmo y la vitalidad de Alba. Durante el tiempo que ella está en su sastrería, él vive un sueño, así me dice cuando voy a anular los encargos.
Comprensiva, aunque menos entusiasta, es la dueña de la tienda para bebés por donde Alba pasa de vez en cuando a comprar cuna, cochecito, vestidor, bañera y todo el equipo para un recién nacido, porque, según dice, piensa tener otro niño, hecho a todas luces imposible ya que después de la peque, en un momento en el que sólo veía negro a través de la retina, como si un trapo sucio se hubiera colado dentro, se hizo una ligadura de trompas. Sin embargo, ella insiste en que es algo reversible y se entusiasma con ranitas y baberos antes de abandonar la tienda y el fastidio de doña Mariquita que en cuanto la ve salir respira aliviada.
Con el peluquero es algo más complicado porque no hay aplazamiento posible. “Quiero un corte a trasquilones”, dice Alba. Y él se afana en dejarle la cabeza como una diosa de ahora, de esas modernas, sin perder de vista que no le puede cortar tanto como ella quiere, que de algún modo debe convencerla para que se deje hacer. Y al final lo consigue. El problema es el color. “Flequillo morado, centro verde limón, y cogote rosa”, ordena. Y el pobre Luichi, como se hace llamar aunque en realidad su nombre es Luis, traga saliva antes de soltar que es un disparate. Alba se enfada un poco. Poco porque sus poros desbordan alegría. Y ahí es inflexible. Lo más que puede conseguir Luichi es que los tonos sean suaves o, en el mejor de los casos, que anule un color. Aún así, la primera vez que la vi llegar a casa con la cabeza como un arco iris, casi me desmayo. Luego me acostumbré y hasta me da algo de tristeza cuando se quita el colorido con un tinte oscuro.
Pero, en general, todo está más o menos controlado.
Alba llegó a mediodía como había dejado escrito. Traía bolsas con comida y regalos para todos. Una cuerda de saltar para la peque y un patinete; un ordenador portátil para mí, a ver si así dejas de usar ese lápiz diminuto y la libreta mordida por las esquinas; una pelota con cascabeles, la quinta o sexta, para “Gasolina”; unos zapatos con tacón de aguja, ella que no aguanta más de cinco centímetro de altura; el anuncio de varios encargos en tiendas y la compra, apalabrada, del barco del viejo Tomás. El pelo no lo había tocado.
Lo repartió todo y luego se fue a la cocina a preparar sobre lechos de lechuga y hojas de roble todo el marisco que había comprado. A la peque le hizo un lenguado a la plancha. La comida, tal y como yo había previsto, fue un festín. Y mientras abríamos ostras y dejábamos caparazones vacíos, Alba no paró de hablar del barco. La peque la escuchaba fascinada. Todo lo que su madre le cuenta son cuentos de hadas, así se lo expliqué un día, cuando se enfadó al ver desmoronarse ante sus ojos, como un castillo de arena de los que hacemos los dos en la playa, el sueño de un viaje al Amazonas. Le costó entenderlo pero la peque es lista, muy lista, tan lista como su madre, y pronto supo sacarle provecho a las historias que le relata. En las malas épocas, me hace repetírselas, no como proyectos, sino como historias completas, con sus anacondas, sus hombres invisibles, y todo aquello que yo pueda aprovechar de películas y documentales para hacer un cuento.
Después de comer la peque se echó la siesta. Alba y yo salimos al patio y nos tumbamos en las hamacas bajo el tejadillo. El sol estaba en lo alto y el aire estancado y oloroso a almizcle, aceite y fuel. Se oía la sirena de un barco llegar al puerto. Un barco de los grandes, de los de verdad, no como el cascarón de Tomás que se cae a trozos: una barca de pescador, dejada de la mano de Dios. La pe de Paloma desapareció hace tiempo desgastada por la sal, el agua y la arena. También por los vientos helados de los crudos inviernos. Todo fue carcomiendo la barca de Tomás. Como él, que achicó tanto que apenas parece un trozo de carbón con gorra bebiendo latas de cerveza dentro del barco. Paloma. Ahora es una aloma arañada, cuyo color verde se lo va tragando las grietas marrones. Pronto no quedará nada del nombre. Paloma, la mujer de Tomás. La añora y no hace otra cosa que beber cerveza y mirar el mar. La barca no tiene más valor que el que él le da. Y es mucho. De ninguna manera va a venderla. Así se lo dije a Alba. Ella, que seguía con los ojos medio cerrados, cegada por la luz, el vuelo de una gaviota haciendo círculos sobre nuestras cabezas, se volvió hacia mí.
- ¡Claro que lo hará! ¿Para qué la quiere?- dijo algo enfadada.
- ¿Y nosotros qué haríamos con ella?- le pregunté a sabiendas de que era una pregunta estúpida.
- Pintarla, lo primero. La pe tiene que volver. Quizá cambie el color, no sé, ya veremos. Y luego salir a alta mar. Tú podrás pescar atunes...
- Pescar atunes...
- Yo los limpiaré y cortaré en rodajas para hacerlos a la plancha, encebollados o con pisto. Y la peque tomará el sol que es muy bueno para crecer, mientras escribe en su cuaderno las historias esas tan divertidas que inventa.
- Ese barco... ese cascarón podrido- insistí yo en llevarle la contraria.
Ella dejó de hablar y se oyeron los graznidos de la gaviota y, otra vez, la sirena del barco.
- ¿Tomaste la medicación?
- Ah, eso...
Así que no la había tomado. Me levanté de la hamaca y entré en la casa. Volví con las pastillas y un vaso de agua. Alba se incorporó y las fue tragando sin decir nada. Luego volvió a tumbarse. Dejé el vaso sobre la mesa de mimbre y me eché a su lado.
- ¿Qué ves ahí?- dijo señalando la gaviota, con un ojo guiñado.
- Una gaviota, qué si no- dije yo.
- Un vuelo de colores, eso veo yo- y alternó el guiño de los ojos.
Achiqué los míos hasta casi cerrarlos. El sol humedeció el lagrimal y se extendió en pequeñas gotitas entre las pestañas. Entonces vi el rastro que iba dejando en el cielo el movimiento de unas alas, varias veces repetido, como un dibujo de colores en abanico. Cerré los ojos y apareció la barca de Tomás, verde y blanca, reluciente, nueva, con la pe de Paloma brillando bajo la luz anaranjada. Allí estábamos: Alba, la peque y yo. Pescando atunes. ¿Por qué no? Esa tarde todo era posible. Y soñando, me quedé dormido.
#####
Este cuento recibió el segundo premio en el primer certamen de relatos breves "El Puente"
Texto agregado el 13-11-2008
|