Habíamos vuelto. Después de años lejos de la ciudad que me vió nacer, allí estaba yo otra vez con mi madre, las dos de compras por el gran zoco.
El tiempo parecía que se hubiese detenido. Todo estaba igual que hacía años. Las mismas casas, los mismos pobres, las mismas miserias. Y el mismo encanto.
Me sentía tan feliz. Mi madre y yo hablábamos, nos reíamos y recorríamos del brazo aquellos mismos caminos maltrechos, donde lo mismo te venden ropa usada que un manojo de verduras frescas.
Un mar de aromas nos envolvía. Olía a canela, a cilantro, a hierbabuena. Y a comida recién hecha.
El mercado a aquella hora era un caos. Gentes por todas partes comprando, gritando, pero sin prisas. Allí nunca hay prisas. Ellos no tienen reloj. Tienen el tiempo.
Pero de pronto, un silbido agudo y un tumulto de gente corriendo por todas partes. Miramos a nuestro alrededor para descubrir qué pasaba, pero los empujones nos hicieron tambalear hasta casi caer. Nos apartamos a un lado hasta que poco a poco se fueron dispersando, y el mercado quedó vacío. Ya no había nadie.
Miré hacia mi madre pero ella tampoco estaba allí. Me dió un vuelco el corazón. Miré por todas partes, llamándola, pero no contestaba. Empecé a recorrer todas las calles. Un nudo en mi garganta no dejaba escapar mi voz, y mis ojos desorbitados esperaban encontrarla en algún recodo del camino.
Nadie.
No sé cuánto tiempo pude buscarla.
Estaba cansada, y de pronto oí que me llamaba. Seguí el camino que recorría su voz llamándome, pero no la veía. No tenía fuerzas para subir aquella cuesta empinada, pero tenía que encontrarla.
Y otra vez ese silbido penetrante. Me tapé los oídos y seguía oyéndolo.
Abrí los ojos. El maldito despertador me había arrancado de aquel momento. Todo había sido un sueño. Mi madre hacía tiempo que ya no estaba con nosotros, pero aún conservaba en mis sentidos su aroma como si durante esos instantes, ella hubiese estado conmigo.
Estuvo conmigo...