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Me levanto por las mañanas con una sensación de amargura en la boca y en el pensamiento, y mi imagen en el vidrio platinado del baño, cuando voy a lavarme la cara, me recuerda que soy el mismo de hace seis, siete, quizá nueve horas atrás. Después de escarbar algo de desayuno en la cocina, salgo del departamento dos o tres minutos después de que mi madre despierta para subir el volumen al televisor de su habitación, que por toda la noche veló encendido y en un falso silencio, su dormir. Costumbres de una anciana mañosa y postrada, pero de buen corazón, que no puedo reprochar. Hasta puedo oír -¿quién no?- el sonido sutil y maldito de los rayos catódicos que emite el aparato en las horas de sueño desde el otro cuarto. A veces incluso me despierta, y es posible que contribuya de algún modo a mis pesadillas.

La mañana otoñal me encandila con su cielo blanquecino, ennubecido, y lastima mis ojos cuando salgo del condominio en dirección al trabajo. La mirada me duele y el resplandor diurno me enceguece por unos segundos, antes de adaptar la vista al día fabril. Es como si al cielo no le importara mi astigmatismo. En verdad, al cielo nunca le ha importado nada.

Algo anda mal y lo siento. Tal vez no debiera decir «lo siento», porque me suena a ambigüedad, a farsa, a no querer hacerme responsable de algo que en verdad sé. Entonces debiera decir «sé que algo anda mal». El problema es que no tengo la habilidad para describir con precisión qué es, y las palabras no me vienen fáciles a la mente para definir aquello en lo cual dirigir mis críticas, mis acciones, mis deseos de cambio. Tampoco me atrevo a decir «es el sistema», o «es la economía la que anda mal», porque me da la impresión de estar echándole la culpa a conceptos aun más etéreos. Mejor me concentro en lo mío.

Deudas. No quiero pensar en las deudas.

Ocho horas y medias de trabajo, encerrado en un cubículo ínfimo. Saludo al llegar, intercambio opiniones con un par de operarios sobre el clima en el rato del café y a la vuelta del almuerzo, y me despido al acabarse la jornada. Analizo listas y listas de números sin tener idea alguna de qué representan ni para qué sirven. Han de ser un eslabón para mí incomprensible, de una cadena aun más incomprensible, que no sé en qué acaba. Probablemente culmina con algún producto en serie, desechable, hecho en una región remota del mundo. Puede que eso sea lo que anda mal. No puedo asegurarlo.

No sé en qué se me va el sueldo del mes. Debo plata en todas partes. En la universidad, en las multitiendas, en la clínica donde operaron a mi vieja después que se partió la cadera hace ocho meses. En las farmacias. Tengo tarjetas para dos farmacias, que supuestamente me hacen algún descuento, pero que acaban engrosando mi morosidad. Tengo que comprarle el anticoagulante oral a mi madre, y mis remedios para la presión. Me diagnosticaron la presión alta hace poco. No me dan explicaciones de su causa. Dice el médico del consultorio que suele dar «porque sí». Al menos el gasto de los medicamentos no me hace sentir mal: es algo necesario. Ya estoy pensando en deudas, nuevamente. Hoy salgo media hora más temprano, así que puedo aprovechar y comprar las pastillas ahora mismo.

Camino de regreso al departamento, calle arriba, con los hombros pesados -como si vinieran de cargar escombros- y una bolsa plástica con tabletas en la mano, mientras desvarío. Pienso en el sentido de tomar remedios. ¿Para qué? ¿Para vivir mejor? ¿Mejor que qué? Siempre está presente la idea del desperfecto, de la carencia, de que lo erróneo es algo más importante y trascendente que el individualismo, que el consumismo, que la competencia o que la enajenación, palabras cuyas definiciones jamás me enseñaron en la escuela. Puede que se trate de todas esas cosas juntas. O no. Cuesta creer que todo esto que me rodea es obra de seres humanos, tan humanos como yo, y sin embargo pareciera que las cosas son así y es imposible hacer nada contra ello. Si pudiera ver las cosas desde fuera… ¿Qué digo? ¿Fuera de qué?

La casa propia se ve tan lejana. Qué desaire.

Subo las escaleras con dificultad, y abro la puerta del hogar para encontrarme con el estridente sonido de los anuncios televisivos, diciéndome que se ha abierto un nuevo supermercado, que lo que traigo puesto ya no se usa y debo cambiarlo, que apesto, que no tengo nada.

Mi mamá parece que duerme.

Texto agregado el 17-11-2008, y leído por 291 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-11-2008 es bueno, pero no he llegado a entender muy bien de lo que trata. aun asi algo he captado, y es quizás de que no sabes lo que anda mal, te sientes raro, extraño y no sabes lo que es. puede ser eso? hada7
17-11-2008 Hmmmm, en ralidad difícil, pero es más difícil cuando uno no se hace responsable de sus actos.....realmente bueno Dulce_cicuta
 
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