Querido Pablo:
Sé, porque te conozco, que tardas en escribir y sé también que lo haces porque tu mente anda por un lado, tu corazón por otro y tus letras se pierden en tu universo sin fin como lo hace tu risa franca que siempre sale de tu alma. Así eres, amigo, y así serás. No quiero que cambies porque cada vez que te recuerdo, te vislumbro tratando de arreglar al mundo. Unas veces usando tu música para lograrlo; otras, tus letras; y otras tantas, esa locura tuya que anida en tu corazón y que cuando se desborda fluye como río sin cauce, capaz de arrastrar todo lo que te impide esparcir la esperanza innata en tu alma y que desde muy joven quisiste sembrar en las fibras de los que tuvimos la gran fortuna de compartir contigo aquellos momentos tan importantes de nuestras vidas ya que como tú bien sabes, esos día fueron pruebas emocionales para todos aquéllos que por hilos que se mueven en el universo, tuvimos la gran fortuna de compartir.
Dulce locura la tuya que amamos los que hemos podido llegar hasta tu esencia; ésta que ha estado siempre por encima de tu cerebro. Ésa que siempre ha luchado tratando de crear una sociedad justa, incluyente y progresista, a pesar de que muchos no puedan entenderte.
Aún recuerdo -con emoción- cuando exteriorizabas tus ideas tratando, a los que te escuchábamos, de darnos lecciones de vida que brotaban de tu alma. Tenías tan poquita edad, apenas empezabas a ser un hombre, sin embargo, parecías un sabio maestro hablándonos del amor, de la igualdad y de temas tan difíciles de comprender. En tu alma de poeta, de músico y de loco siempre conseguías la solución a todo.
Lo más probable es que no recuerdes la vez que alarmada como estaba, te conté la desesperación que me producía saber que una de mis amigas del barrio había tomado un rumbo que para mí era equivocado. Yo estaba desesperada porque no encontraba la forma de detener lo que, a mi manera de ver, constituía un verdadero desastre. Tú, con esa majestad tan digna que siempre te caracterizó, me dijiste que debía tener en cuenta que las almas eran como las ramas de un árbol: cada una busca la luz creciendo en una dirección diferente y única. Me aconsejaste tener claro que las más importantes relaciones son las que existían entre los diferentes niveles de conciencia y evolución presentes en cada grupo. Me sugeriste también que me quedara tranquila que no siguiera tratando de enderezar el mundo, como si tú -en tu noble proceder- no hubieses hecho lo mismo que yo.
Cuando te dije que era imposible para mí quedarme tranquila ante una situación como la que vivía mi amiga, contemplaste el universo como siempre lo has hecho cada vez que buscas una respuesta. Luego, mirándome directamente a los ojos, agregaste que, a lo mejor, en esa parte de la jornada después de haber resuelto tantos problemas y adversidades, debería haber aprendido a reconocer ciertos límites, sobre todo, cuando se trataba de influenciar a otras personas en las decisiones que tomaban y en los caminos que elegían. Me explicaste que debía aceptar que nadie podía ser “salvada”, por otra, de la experiencia que le tocaba vivir, menos aún, si a quien se trataba de ayudar no podía reconocer en otros el mejor saber, pues esos otros ya conocían el camino por donde iba la persona a quien se trataba de ayudar.
Así que imagino que en eso andas, amigo: con tus esperanzas intactas. Tú, más que nadie, siempre tuviste claro que la esperanza no era fingir que las vicisitudes de la vida no existían, sino que había que buscar la manera más apropiada de solucionarlas. Nos enseñaste que tener esperanzas era comprender que los problemas no eran eternos y que las dificultades se superaban. Nos enseñaste, con tu ejemplo, que la fe era el recurso del real ser que nos ayudaba a buscar luz donde había oscuridad.
Espero que vengas pronto, amigo; se acerca la navidad y me gustaría revivir contigo esa época que aún arrulla mi corazón. Un abrazo que te arrope el alma. Te quiero tanto.
Inocencia.
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