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Nadie más que tú.

Frío, hacía frío. Era una de aquellas mañanas de invierno en las que el sonido del despertador nos lastima, incluso llega a hacernos daño al romper con su estrépito el dulce sopor del sueño de madrugada.
María se desperezó de forma lenta y pesada. Al incorporarse en la cama se pudo ver reflejada en la luna del armario de su viejo apartamento, en el que vivía sola desde hacía varios años. Unos años que pasaban más rápidamente de lo que ella querría, desvaneciéndose a tal velocidad que en algunas ocasiones le parecía que sus recuerdos no eran más que malos sueños.
Como cada mañana después de asearse María se hizo un café y unas tostadas que deglutió con rapidez, más pendiente del reloj que de su desayuno. Su ritual a esas horas era ya una rutina, una serie de conductas aprendidas e interiorizadas de tal manera que en más de una ocasión había llegado intentar servirse un café con los ojos cerrados, a modo de diversión, aunque esa palabra tuviera para María pocos significados desde la muerte de su esposo. Desde entonces su vida se había transformado en una lucha contra el dolor que la atenazaba, un dolor sordo, goteante, que marcaba su existencia, y que a veces parecía devorarla por dentro, como si tuviera ratas en el corazón.
De vez en cuando María cerrada los ojos, fuerte, muy fuerte, y le parecía oír el sonido de las campanillas del timbre de su apartamento sonar tres veces como tenía la costumbre de hacer su marido Luis siempre que llegaba a casa.
Su psicólogo se lo había prohibido, no era conveniente, no había que recrearse, había que elaborarlo, pero ella seguía insistiendo en cerrar los ojos y escuchar tres veces las campanillas que sonaban anunciando felicidad...una, dos, tres y Luis, la vida, entraba.
A veces María no podía dejar de levantarse de madrugada y poco a poco, con pasos vacilantes, como para no romper el encanto, se acercaba a la puerta para contemplar con lágrimas en los ojos el solitario felpudo que daba la bienvenida a todo el que llegaba.
María pronto tendría que acudir a la consulta de su psicólogo, aquel hombrecillo la escrutaba de arriba abajo, de dentro a fuera, escuchaba el repetitivo discurso de María sobre sus ratas en el corazón más pendiente de su reloj que de su sufrimiento. Sólo una vez vio María una mirada de verdadera preocupación en aquel hombre, que le parecía que se justificaba más por el miedo a los problemas que le acarrearía su suicidio que por el dolor que María sentía.
No, María no creía que el menudo psicólogo pudiera hacer nada para ayudarla, era demasiado frío, estéril todo lo contrario de lo que María necesitaba. Todo lo contrario era su amiga Montse. Ella sí que la comprendía, si que la consolaba. A veces pasaban horas y horas hablando sobre Luis en su consulta de pitonisa, de vidente de postín donde acudían otras Marías en busca de otros Luises y que abandonaban esperanzadas en un reencuentro que sabían que nunca ocurri8ría.
La noche anterior Montse se había enfadado con ella, no entendía por qué, pero lo había hecho. Le había prohibido terminantemente, con la autoridad que otorga la amistad, que volviera a leer aquellos textos que encontró fisgando en los cajones de la consulta de su amiga.
En aquellos viejos textos se invocaba el retorno del ser amado muerto, una invocación que se vería cumplida si se era capaz de renunciar al resto de las personas, todas siempre, hasta la eternidad. María repetía una y otras vez aquellas extrañas frases sin demasiada convicción, reconfortada por autoconsolarse de aquellas manera, sentir que hacía algo por Luis, por conseguirlo, por hacerlo volver, doblando con la mente aquellos hierros que no pudo doblar tras el accidente de coche que sufrieron y que lentamente dejaron escapar el alma de su marido ante sus ojos.
Sí, pediría disculpas a Montse y lo haría en ese preciso instante. No podía entender por qué Montse le había arrebatado de forma tan brusca el libro en el que figuraban los textos. Ella sabía que no debía tocar los objetos de nadie , y menos de una amiga , sin su consentimiento pero lo hizo, y ahora tenía que disculparse.
María descolgó el auricular, marcó y espero el tono de llamada. Aquel día no se oían otras conversaciones por el auricular como sucedía habitualmente; no oía discutir a desconocidos sobre desconocidos problemas ni se entablaba la discusión de quién interfería a quién. Por fin parecía que habían sido capaces de arreglar aquellas dichosas líneas.
Montse no contestaba y colgó, era habitual que su amiga no contestase, quizás estaba despachando los problemas de alguien o quizás estaba sumida en los suyos propios.
Al cabo de un rato salió al rellano de su escalera y empezó a bajar los tres pisos que la separaban del portal. Pensó para sus adentros que tenía suerte de no encontrar al vecino del cuarto bajando su bicicleta, ni a los adolescente del segundo atropellando a todo el mundo en su alocada y tardía carrera hacia la madurez.
Al llegar al portal el gélido aire del enero de Barcelona le azotó la cara. Pero en ese momento no hubiese notado ni ese azote ni ningún otro ya que la impresión que le supuso ver el Paseo de Gracia absolutamente vacío de personas y coches hizo que tuviera que coger al regio pomo de la puerta principal del edificio.
No había nadie, absolutamente nadie, ni un solo coche circulando, ni un solo peatón, nadie. María se paró, miró, esperó, era imposible que una de las avenidas de mayor bullicio de Europa se hallara desierta. Por su mente pasaron todo tipo de explicaciones que fueron rechazados una a una: accidente, huelga, rodaje, todas las posibilidades eran aniquiladas por la fuerza de la luz, de la evidencia, de la irreal realidad.
María empezó a correr, buscando a alguien, no importaba a quién, cualquier persona que la ayudase a despertar de aquella pesadilla, a huir de aquel mundo de silencio.
Vagó horas y horas sin rumbo, llamando a timbres, gritando, llorando, llegó incluso a romper lunas de escaparates, cristales de coches, esperando ser recriminada, detenida, agredida si hacía falta puesto que al menos sería la muestra de que alguien más estaba con ella.
Al cabo de las horas volvió a su apartamento, busco a vecinos, puso la radio, la televisión, no pudo ver más que una película de los años treinta que siguió con los ojos muy abiertos, buscando en aquellas imágenes de personas ya , quizás, muertas el contacto que había deseado durante todo el día, quizás durante más tiempo.
Los ojos le escocían de manera intensa, aunque después de tanto tiempo llorando ya apenas le quedaban lágrimas. Notaba que dentro de su estómago una tenaza que la aprisionaba quemándola, lacerando su corazón, ahora las ratas parecían salir , mordisqueándolo todo. Tenía miedo, profundo, intenso y visceral.
Al amanecer del día siguiente volvió a salir aguzando el oído, abriendo bien los ojos, intentando captar algunos de los sonidos que delatan presencia humana.
En aquellas calles volvió a encontrarse sola. Se dirigió a su oficina que encontró desierta, abandonada, como si de pronto algo o alguien hubiese indicado que era el momento, que era la situación y la hora de dejarlo todo de dejar a María con su destino. Al volver a su casa tomó una decisión, era la única, la definitiva, la decisión que solucionaría, que la despertaría a través del sueño a otra realidad. Se acercó al botiquín y cogió la caja de ridículas pastillas que tanto daño le hicieron una vez que ahora veía como la única llave que la llevaría a la paz.
Se tomó todo el bote con un poco de agua, sabía lo que hacía, esta vez no era un impulso y quería hacerlo bien, tenía que hacerlo bien.
Entró en un suave sopor, relajada, tranquila, notaba como se alejaba de aquel mundo que la había abandonado, que la había dejado sola. Nada interrumpía su camino, nada se interponía en él.
De pronto, como en un sueño y cuando ya no podía moverse le pareció oír un lejano, pero familiar sonido. Un sonido muy parecido al que hacían las campanitas del timbre de la entrada. Sí, eran las campanitas, sonaron una vez, dos y tres veces, aunque María ya no la podía oír.

Manuel Armayones Ruiz.
armayone@copc.es

Texto agregado el 20-08-2002, y leído por 649 visitantes. (4 votos)


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