El disco 2
(o cómo plagiar y no morirse en el intento)
advertencia: Guardad las hachas leñadores. No existe el oro que pague este tesoro.
Nadie está exento de sufrir los avatares del destino; del mismo modo nadie está librado de encontrar aquello que busca sin descanso.
Como terminó en mis manos aquel libro es atributo de la fantasía o producto de un en-gaño de mi maestro. Recuerdo sus ojos cerrados y el indeciso bastón en sus manos. Recuerdo su vacilante voz frente al grupo de alumnos, entre los cuales me encontraba. También recuerdo que solía replicar una y otra vez: “No busquen la originalidad tratando de reprobar en mi materia. Nunca he reprobado a nadie”. Esto generaba estruendosas carcajadas en el grupo y de inmediato nos comenzaba a inventar historias fantásticas de las cuales decía que estaba llena su cabeza. Por supuesto todos sabíamos (y en eso consistía el juego que había inventado) que sus historias ya habían sido contadas por otros escritores de verdad (siempre dijo ser un buen lector). Hoy es un secreto a voces que lo suyo era tomar personajes de unas historias e inventarles una filiación o simplemente redimirlos para que los que frecuentábamos sus historias, a fuerza de compadecernos de nuestras desdichas, terminemos apiadándonos de ellos.
Nosotros lo que debíamos hacer como ejercicio literario era descubrir de qué cuento u obra había tomado a los personajes de cada una de sus invenciones. Parece difícil, pero cuando un buen maestro acompaña, la lectura no es tortura.
Recuerdo que en el transcurso de una noche al finalizar la lectura de uno de los cuentos del “libro de arena” ocurrió esto que contado aquí puede sonar bien a cuento o bien a ficción o en algún desprevenido lector un sentimiento verdadero. Nunca sabré la diferencia. Lo que leo lo creo.
Fue cuando cerraba la última página (no tan extrañamente- llevaba el número tres) que observé mis manos porque gradual y lentamente comenzaron a ponerse rígidas. Después las puntas de mis dedos buscaron el centro de la palma. Al cabo de un tiempo no podía abrirlos. De modo simultáneo crecía una sensación de agrado. También progresaba la sensación de posesión de tesoros inconmensurables. Soñé esa noche con campos de al-godón tan blancos a los que recorría desde lo que parecía ser mi aposento. No podía mo-verme. Estaba en una cama y desde ella sólo podía ver a través de la ventana. Buscaba en el horizonte algún punto que me anuncie la llegada de “alguien”. Nunca pasó. Me desperté o creí hacerlo.
Mis manos siguieron así por varios días. No consulté a los doctores. Traté de disimular frente a mi madre. No iba a tolerarme estas pequeñas extravagancias. Era tan agradable la sensación de posesión de enormes poderes en el puño. Por momentos tenía la sensación de que había algo aprisionado entre mis dedos. No quería abrirlos por temor a que con la palma abierta mis sensaciones se esfumaran.
Menos por vergüenza que por egoísmo, continué así hasta que finalmente tuve que comenzar a volcar este secreto tesoro sobre unas tímidas páginas en blanco. Recuerdo el brillo extraño que se escapó de mi mano al abrirla. Fue abrirla y la sensación de pertenecer a la progenie de Odín se instaló en la palabra que reproducía mi nombre. Las palabras lenta-mente comenzaban a no ser mías. Eso que parecía mío tenía vida propia y la veía fluir renglón a renglón.
Triste me pareció el rostro de mi ciego maestro cuando le conté lo sucedido. Tuve la sensación de que esto a él ya le había sucedido.
Con una palmada cómplice, el maestro me felicitó por no haberle referido la historia a algún leñador. Sentí a la vez que una recriminación un halago. Sentenció que la historia decía más de lo que sugería y quedó en enviarme una crítica formal. Espero que su comentario no sea un intertexto. Leer algo así es una tarea extenuante.
Texto agregado el 16-11-2008, y leído por 89
visitantes. (1 voto)
Lectores Opinan
16-11-2008
Ingeniosa manera de satisfacer el apetito de un lector. Te felicito. peco
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