Enriqueta, -solterona ella- era esa rara clase de personas que transmiten alegría y ganas de vivir. Enjuta, movediza, una samaritana bondadosa siempre dispuesta a ayudar. Para nosotros, la tía preferida.
Disfrutábamos con mi esposa visitándola, porque aún con sus achaques, -últimamente se la notaba desmejorada-nos atendía como si fuésemos hijos suyos.
Por eso la noticia de su muerte nos cayó terriblemente mal; no teníamos consuelo.
Después del trámite de rigor se haría el velatorio. Como era muy apreciada, descontamos una masiva concurrencia a despedir sus restos.
Encargamos la corona de flores y su envío -insignificante presente para devolver una ínfima parte del amor que nos dispensó en vida- y partimos hacia la casa de sepelios a darle el último adiós, sobrecogidos de dolor.
Al llegar a la sala donde la velaban, notamos que el silencio propio de ese lugar, había sido reemplazado por un clima de fiesta, por no decir de jarana.
Con mucho recelo, entramos.
Sentada en el ataud , muy oronda, saludando a diestra y a siniestra, rodeada y mimada por todos los presentes estaba nuestra querida tía, sonriente como el más feliz de los mortales.
Se la notaba un poco pálida por el susto, pobre...Al vernos, comenzo a tirarnos besos como hacen los artistas de la televisión.
¡De la impresión, casi pasamos a ser nosotros los muertos!
Ya repuesta mi señora, con delicada sensibilidad femenina acotó: ¡Qué bien que le sienta el blanco! -Refiriéndose al niveo camisolín que le habían colocado post mortem.
Nos lanzamos con tanto ímpetu sobre ella para abrazarla, que casi tiramos el cajón al suelo. La tía, con asombrosa agilidad, contorcionándose, se agarró a tiempo de una de las manijas del féretro, caso contrario salía despedida de allí.
Tal como estaba la alcé en brazos igual que a una novia y deposité sus frágil osamenta en suelo firme.
Luego de varios reportajes concedidos a medios locales e internacionales que habían sido convocados al extraordinario caso de catalepsia, nos retiramos entre los vítores de la multitud que aplaudía a rabiar.
Para pintarla de cuerpo entero, lejos de enojarse con el médico que diagnosticó su defunción, mi tía lo invitó a cenar junto a nosotros y a una legión de vecinos, con quienes celebramos durante toda la noche su regreso triunfal.
¡Ahhh... Cuanta alegría y cuanta emoción!,Tía Enriqueta, un ejemplo digno de imitar. |