Áura había nacido con éso: un áura. Estar con élla era disfrutar a destiempo del cielo. La esbeltez de su figura, el tono bronceado de su piel, el óvalo de su cara, lo brillante de sus ojasos negros y el trazo arqueado de una porción de su pelo sobre su frente; convertían en melao su presencia. Su boca siempre abierta por un hermoso impedimento natural, mostraba una exquisita colección de perlas.
Y cuando se integró a las actividades de la parroquia, ya élla era iglesia. Sus conversaciones traían paz y lo que para otros requería de fuertes estudios, bajo el escaso don de la vocación, en élla era espontáneo. Por éso y por mucho más, las monjitas la hicieron pieza imprescindible en paseos, fiestas y encuentros. Ya que armonizaba con niños y adultos, sin que mediara una transferencia de semblante o carácter.
Hasta que la tarde de un domingo, todos cambiamos con élla. Sin pensar que era cuándo más certeros serían sus aciertos y más perfectas sus conclusiones. Porque había roto con el principio de la impenetrabilidad para adquirir lo maleable inherente a lo no estéreo. Fue cuándo sus pirulas reventaron el cofre que las configuraba y en sus labios se fijó una inquisitoria expresión. Algunos por su final pensamos que era otra Alfonsina. Porque aúnque no escribió versos, su corta vida fue también poesía.
Y sí algo contradijo su existencia fue el silencio que después le acompañó. Sus padres, cómo si hubieran notado la injusticia, empotraron su retrato en una pared adyacente a la única ventana frontal de su casa. Y era cómo si con una mirada oblícua nos preguntara el porqué. Porque el cuándo todos lo sabíamos. Tal vez, si en nosotros, esa discreta mirada al pasar reducía lo inconmesurable, en élla sería consuelo, la no exclusividad de aquélla infinita separación.
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