Corría por la selva presa del terror. Las altas malezas dificultaban su avance, tropezaba, caía y se levantaba, siempre mirando hacia atrás. Los árboles, gigantescos, se cerraban en lo alto e impedían ver el cielo. La penumbra predominaba y ocultaba el suelo húmedo y cenagoso. Sabía que si una víbora, enroscada en alguna rama o amenazante entre la maleza lo mordía, su final sería tan atróz como la muerte lenta a que lo someterían sus perseguidores.
El calor era insoportable y el sudor cubría su cuerpo, le faltaba el aire, el miedo incrementaba la fatiga producida por la carrera desenfrenada. Se dijo que no tenía escapatoria, los había visto, eran aborígenes pintarrajeados fuertes y veloces. Nacidos y criados en la selva, casi inexpugnable, se movían en ella como peces en el agua y él estaba a punto de desfallecer. Cayó y ya no tuvo fuerza para incorporarse. Decidió morir allí.
De pronto se preguntó: ¿Pero que hago en una selva? Yo vivo en una gran ciudad y trabajo en la oficina céntrica de una empresa de seguros, además jamás conocí una selva. Se debe tratar de un sueño y luego sonriendo tranquilizado gritó: ¡Claro, es un estúpido sueño! Se incorporó, buscó una madera, y garrote en mano, esperó a sus enemigos diciéndose: al menos en un sueño moriré como un héroe.
Sonó el despertador, la mujer, adormilada, estiró el brazo y apagó la alarma. A su espalda sintió humedad en las sábanas. Se dio vuelta y de su pecho brotó un alarido de horror. Su marido yacía a su lado, en un charco de sangre, con una flecha clavada en la garganta.
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