En la ventana se apostaba la noche.
El Enano metió el revólver en su funda, no sin antes besar el cañón del arma como a una mujer. “No me falles, linda, por favor, no me falles”, dijo, chasqueando la lengua. Bajó las escaleras precipitadamente, en medio de un silencio grave. En la oscuridad de la primera planta, abrió la puerta de la calle. Respiraba ansiosamente, el corazón le golpeaba. Espió a ambos lados del parque. La calle Velasco Astete dormía en un sueño profundo, y el mar susurraba una canción de descanso. “Vamos, imbécil, no decaigas, ánimo”, se dijo. Se subió las solapas del sacón, encendió un cigarrillo y se echó a andar. La luna, arriba, asfixiaba su penumbra entre las nubes. En la playa una saliva azul acariciaba la arena. Entró a una calle de arbustos crecidos, más grandes que él. Aspiró el cigarrillo, acarició el cañón del arma y echó un escupitajo. “Vamos, imbécil, vamos, apresúrate”, volvió a decir. Sentía una fiebre palpitando su cerebro. Pero estaba decidido, como nunca antes lo había estado. Había en él una resolución firme, propia de un lanzador de cuchillos con los ojos vendados. Estaba ansioso de liquidar esa existencia parasitaria, anularlo, borrarlo de una vez por todas, así no sufriría más y lo entregaría al descanso eterno. Era lo mejor que podía hacer, desquitarse de alguien que no merece vivir, y limpiar al mundo de seres inservibles. Sonrió, satisfecho de su decisión. Ahora se iba acercando a su destino, caminando de prisa. Mientras miraba a ambos lados de la calle, procurando la soledad de su acto, imaginaba el cañón de su revólver escupiendo el fogonazo. Una muerte súbita. La oscuridad de la muerte enseguida. “Y te jodiste maldito cabrón, te vas a podrir como una rata infecta”, susurró, babeando. Cuando llegó por fin a la cuesta, en el acantilado, sacó el revólver, la besó, repasó su frío metal en su mejilla y luego apuntó su sien. “Hasta nunca, mundo de mierda”.
Disparó. |