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Cómo te necesito. Dios había sido mi más importante carencia.
Pero a ti te necesito más que a Dios.
MARIO BENEDETTI, La tregua

Éramos dos seres olvidados, en desamparo. Dos personas que esperábamos la condolencia de la muerte para descansar de una vez más de este dolor que nos inflingía el desamor. A ambos lados de nuestra cama navegaba una oscuridad de océano, y en la ventana el fulgor amarillo de la luna entre los eucaliptos apretados.
Pamela fingía dormir. Su arrullo de pájaro, sin embargo, la denunciaba. La escuchaba llorar bajito, evitando el quiebre de su cuerpo junto al mío. Las sábanas rozaban el suelo como el ala herida de un albatro, y su cuerpo delgado, suave y perfumado se deslizaba sobre la cama como una caricia de madre. Tenía el cabello suelto y libre en la almohada, mientras su brazo izquierdo apretaba su vientre con angustia.
Pamela fingía dormir, y yo fingía fortaleza. Necesitaba terminar con esta angustia. Gritar que no soportaba más de su silencio, y que lo que más necesitaba en la vida era su amor, sus besos, su apoyo incondicional, y que no había más dolor en mi existencia que esta depresión que no me permitía afrontar las condenas de su rechazo con estoicismo. Sin embargo Pamela parecía sortear mi necesidad. La podía sentir a mi lado, a una distancia corta pero distante, con el perfume de magnolias que brotaba de su epidermis y de su pelo de noche. Y yo y esta depresión. Me hacía inmune a las caídas. A veces pienso que ella no existe, pues Dios y los ángeles van de la mano. Y sin embargo estaba a mi lado.
La noche estaba estrellada. Millares de esas piedras preciosas parpadeaban en los senos del cielo embetunado, y la luna se abría paso entre las nubes de humo. La habitación permanecía iluminaba con el resplandor de su estela. Un rectángulo uniforme se derramaba en el suelo desde la ventana, como una leche que destila su tibio aroma, y en la calle, la canción de Morris Albert, Feelings. Sobre el suelo, en la penumbra, nuestras ropas arrojadas.
Pamela permanecía en silencio, sin hablar, sin decir nada, ni siquiera un suspiro. Y yo muriéndome por este silencio perpetuo que me ha impuesto el desamor. Con la luna durmiendo entre nuestros cuerpos lejanos, entre su tibieza y mi desgano. Sé que mi enfermedad no me permitió amarla como ella quería, pero no hay otro modo de amar que desde la muerte, desde el silencio perpetuo de la muerte. Discúlpame, Pamela, no hay otro modo. Mi enfermedad me hacía un ser frágil, depresivo, sin ánimo de levantar cabeza y luchar diariamente, pese a que tu presencia me restablecía por momentos, pese a mi esfuerzo por seguir persistiendo en mi lucha diaria contra la angustia constante. Discúlpame, amor, porfavor. Me sabrás comprender

Me levanto, siento que ella se inquieta. Cruzo la habitación, en medio de esa penumbra de mar que nos sumerge en el ahogo de la incomprensión. Ella ya no parece soportarme con esta enfermedad que padezco, y yo tampoco me soporto así. Me acerco al armario, saco el fármaco para dormir que me recetara el médico, abro la botella y mientras miro a mi mujer, cubriéndose el rostro con la almohada, y la luna descansando sobre las sábanas a su costado, como una sombra fiel de su cuerpo luminoso, pienso en su amor, en lo mejor que me ha tocado disfrutar en esta parásita existencia, y tomo la bebida letal, mientras siento finalmente que me desvanezco, besando el suelo con mi frente.

Texto agregado el 15-11-2008, y leído por 68 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-11-2008 Y piensa, a nada ni nadie se necesita más en esta vida que a Dios. malor
17-11-2008 Embriagas con tu energía linguistica, aunque no comparta lo trágico del relato. malor
15-11-2008 Una fijación con el suicidio lo tuyo, sin embargo me atrapa la forma en que te expresas...Un abrazo...Walter gerardwalt
 
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