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Algunas noches mi mujer y yo procurábamos visitar los jardines de Miraflores, con la intención de disipar los posibles problemas que podían traer consigo la rutina diaria. Frecuentábamos sobre todo el parque Tradiciones de la calle Ricardo Palma, que era nuestro lugar favorito. Eran paseos cortos pero reconfortantes, pues nos hacía sentir dos enamorados que invierten sus noches en amarse bajo la sombra de los árboles, frente a esa pileta enorme en cuya hondura reposa el agua tranquila. Vania solía acercarse en la pileta y sentarse en el borde de piedras, repasando con sus pequeñas manos el descanso del agua oscura, que reproducía un cielo de escarchas. Su cabello adquiría entonces un fulgor de luna entre las sombras, que encendía su rostro bellísimo y risueño. Me gustaba apreciarla, sentado desde mi banca, a esa encantadora muchachita de mirada dulce y labios acaramelados, una estatua de cera en el bajo arroyo del parque, mirándome de reojo y lamiendo sus labios como jugando a la chiquilla coqueta. Eran noches felices los que nos procuraba los primeros años de casados.
El día la pasaba trabajando en una agencia bancaria, desde temprano, y salía en el turno de las seis. Al llegar a casa mi mujer me esperaba con la comida servida y una caricia que me alimentaba el espíritu y recomponía mi ánimo. Ella aún estudiaba para la licenciatura de periodismo en una universidad particular, de modo que llegaba a casa temprano, lista para ocuparse de algunos detalles poco difíciles, como preparar la comida, comprar algunos enseres para el día siguiente y escribir el artículo que enviaba todas las tardes, a punta de las cinco, al periódico donde colaboraba periódicamente. Cuando yo llegaba a casa la encontraba con el cabello mojado, recién salida de la ducha, y despidiendo un delicioso aroma de perfumes y cremas.
Recuerdo maravillosamente aquellas noches. Sus besos estrellándose contra mi boca, sus ojos mirándome con dulzura y sus brazos arqueándose en mi cuello, apretando su cuerpo tibio junto al mío. Era un hombre feliz. El acento de su voz cantándome sus canciones favoritas (sobre todo los boleros), y diciéndome que me amaba, hacían de mí un hombre estable y despreocupado. ¿Qué más podría esperar de la vida con una mujer como Vania? Me refugiaba en sus brazos y en su olor femenino, y en toda esa dulzura que era capaz de brindarme con ternura, con un amor entregado como ella solo podía darme. Ciertamente la vida me sonreía.
No creo que la rutina perjudicara con el tiempo nuestra relación. Ella era honesta tanto como yo, y entre ambos estaba implícito el amor que nos juramos ante Dios. Escapábamos de cualquier fatiga con la sola intención de no caer en el mismo pozo donde van a parar las parejas que fracasan, por eso nos permitíamos un tiempo de vez en cuando para los dos, para soltarnos de la cotidianeidad. Los fines de semana nos hacíamos acompañar de algunas parejas de amigos que compartían con nosotros la dicha del amor. Salíamos al cine, a bailar, a tomar algunos tragos, y, aunque Vania no gustaba de mucha compañía (decía que solo le bastaba estar conmigo para sentirse feliz), también salíamos fuera de Lima con un pelotón de amigos para acampar en las serranías de Huarochirí o Canta. Hasta ahí eran tiempos perfectos. La vida de casados cuesta dos ojos de la cara, literalmente.

-Vete a la mierda –gritó, lanzándome un florero de copa con agua sucia.
Abrí la puerta de la sala y le miré con rabia, con una furia que encendía mi sangre como una combustión explosiva. Vania estaba en el vano de la cocina, con el cabello suelto cubriéndole los ojos; podía advertirlos inyectados también de sangre, pues tenía la boca en una expresión de rabia y las aletas de su nariz palpitantes. Sus manos ahora cogían una silla. Me daba la impresión que había perdido la cordura de forma abrupta.
-Te largas de una buena vez, ¿me entendiste? No quiero volver a verte nunca más, ¡Canalla!
Sentía mi frente sudando copiosamente, con las mejillas húmedas y la boca seca. No entendía la reacción de mi mujer, pero no iba a tolerarlo más.
-Tú siempre has sido un mentiroso conmigo –continuaba-, un infeliz, un demente de mierda. ¿Tienes a esa perra contigo, la metes en la cama? ¿Acaso no tienes mucho conmigo?
Estaba delirando, y podía advertirlo en sus ojos perdidos. Procuré hablar en voz más baja:
-Nunca se puede hablar contigo, es imposible hacerlo con una mujer que grita y no conversa. Ya me tienes hasta acá con tus desquicias.
Vania sonreía nerviosamente.
-Si tanto te tengo harto, porque no te largas de une buena vez, imbécil de mierda.
-Bien, ¿quieres que me vaya? Me largo, maldita sea, me voy lejos. Te vas a pudrir sola, vas a ver, así te vas a dar cuenta de que estás loca, que solo sirves para culear y decir cojudeces. Me largo, por que contigo no se puede hablar.
Tiré la puerta con enojo y escuché que Vania de pronto se apuraba a gritarme cosas horribles. Luego sentí su llanto quebrantado y un estrépito de copas que se rompen en la noche.
Sentí pena por lo que había dicho: “solo sabes culear y decir estupideces”. No pensé sinceramente que alguna vez podría decirle una cosa así, y ahora ya empezaba a lamentarlo. Sus miedos injustificados, esos celos que abogan por sus reacciones furiosas me tenían presa de la angustia. ¿De dónde diablos sacaba esas ideas tan cojudas? ¿Yo, engañarla con otra mujer? Porfiaba diariamente con mujeres hermosas y de cuerpos provocativos en el banco, y ella siempre pensando lo peor. Que la engaño con otra, que la tengo abandonada, que no la amo como antes, que la encuentro más vieja. Barbaridad que se les ocurre a algunas mujeres, pensé.
Entré en el primer bar que había en la calle Las Boloñas y pedí una cerveza. La sala estaba vacía, aún, pero prometía en una noche de viernes. Bebí el primer sorbo echando una mirada en la puerta de la calle y sentí una nostalgia asquerosa en el espíritu. Me sentía cansado de Vania, de sus pleitos injustificados, de sus broncas diarias. Necesitaba relajarme, empezar de cero, pero solo, sin nadie que me provoque pleitos ni amarguras como las de estas últimas noches de mierda. Apuré un cigarrillo, y mientras bebía otro sorbo, con calma, advertí una sombra que atravesaba la puerta de la noche y se acercaba a la barra, con una cadencia rítmica y sensual. Era una mujer alta, esbelta, de proporciones espectaculares. Llevaba un vestido largo escotado, con tacones altos y un cabello de ondas oscuras que se columpiaban sobre sus hombros. Se sentó a dos sillas de la mía, y pidió un pisco sours. Era rubia y tenía los ojos color de mar. La miré y ella sonrió, cruzando sus largas piernas. “¿Sola?”

Texto agregado el 15-11-2008, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
15-11-2008 Me gusto el titulo. Maurobtls
 
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