El día cero
Una gota cayó en el vacío y sonrió a la oscuridad, pero consigo llevaba el reflejo del sol y empapo lo desierto con los colores del mas allá.
En una casita, celeste de paredes y tejados, que nacía bajo un árbol vivía una familia normal. En medio de todos los niños de la casa había un pequeño soñador llamado Joel.
Joel solía mirar las gotas de lluvia que recorrían los cristales hasta que se diluían al llegar al piso. Algunas lograban sobrevivir aliándose con el resto hasta formar caminos de pequeños riachuelos que escapaban hacia ningún lugar. A veces la lluvia era calida y acogedora, en otras ocasiones se convertía en implacables tormentas.
Cada día Joel construía casitas de cristal para pequeños insectos. Los buscaba y encontraba en el fondo de una quebrada bañada por un pequeño arrollo a unos kilómetros de distancia de su casa. Ese lugar era refrescante y bañado de sol en las mañanas. Pero en las tardes se cubría de misterio. Cuando sus visitas se daban a horas avanzadas de la tarde, Joel activaba una alarma en su reloj marcando las cinco y treinta. A partir de ese instante debía empezar su obligada huida del lugar.
Bajar hasta el sitio era un tanto difícil por la pendiente que llevara al riachuelo. Pero subir resultaba mucho más complicado, así que se ayudaba de los arbustos para escalar. Las casitas de Joel intentaban simular el ambiente de donde encontró al insecto. Una hoja, una rama, una roca al borde del río, e incluso un poco de tierra húmeda conformaban el nuevo hogar de los pequeños amigos de Joel. Aun así nunca comprendió por qué morían si hacia todo por conquistar a los diminutos inquilinos de las casitas de cristal. Seguramente mucha tierra, poco sol, exceso de agua, vidrio por un lado, vidrio por el otro.
Era un niño solitario. En aquella soledad que asumía con inocencia pero también con creatividad, se alimentaban historias y juegos. Su bicicleta y su perro eran sus fieles compañeros.
“Eh!, Cachanero, ven acá, y pronto que te quedas” –gritaba Joel a su gordo y torpe perro.
Por lo general siempre se quedaba atrás. Olfateaba el camino hasta llegar a su niño. Más aun, los caminos y escondites ya eran conocidos.
Por ciertos sitios de juegos y aventuras, había grandes camadas de perros furiosos por la invasión de espacio. Joel ya tenía la solución para ello. Su bicicleta tenía un recipiente, en la parte trasera, conectado mediante un cable que terminaba en una pequeña palanca ubicada en su volante. Contenía trozos de pan y algo de los restos de la comida. Cuando los perros se les acercaban demasiado, presionaba esta palanca y el recipiente se viraba dejando caer su contenido. Se podrán imaginar lo útil de hacer esto en esas circunstancias.
Le gustaba caminar por los jardines que se destacaban en el paisaje. Algunos eran privados, en ellos su paso era sigiloso. Su perro caminaba gracioso, con la cabeza en alto y sus orejas bien paradas como escuchando el mínimo bullicio. Movía su cola de un lado al otro con altivez y distinción, pero en realidad era un despliegue de gracia y rechoncheria.
En la mente de Joel cada bosque, cada agujero, cada desvío en el camino, eran como parajes de brujas y fantasmas. Estaba preparado para contrarrestar sustos y hechizos (aunque prefería no tener que enfrentar tales situaciones). Un par de amuletos con piedritas de rio y una funda de sal, ayudan en esos casos.
Y algo más que no podemos pasar por alto: cada día llevaba consigo los suficientes artefactos y evidencias de su actualidad por si tenía que viajar en el tiempo. Ninguna de estas cosas sucedió. Bueno, no de esa manera, o al menos, no de modo tan perceptible.
Una tarde había perdido la noción del tiempo e hizo caso omiso de la alarma de su reloj, entretenido en un hallazgo de enormes orugas. Pero la tarde oscurecía y el viento empezó a soplar con más fuerza. Un par de pasos en su espalda lo asusto sobremanera y su piel se erizó. Cachanero empezó a ladrar en sus espaldas. No pudo reaccionar inmediatamente, pero al hacerlo, regreso su mirada y no vio a nadie ni a nada. Eso fue suficiente.
“Cachanero, vamos chico. Pronto corre gordo, vamos ya”. Su voz se entrecortaba y era débil. El primer tramo era el difícil, ya que tenia que subir el, con su bicicleta a rempujones y sin dejar caer nada. Y mientras lo hacia, lo más pronto que podía, escuchó una voz anciana y débil, pero con una claridad atemorizante:
“¡¿Quien invade mi parcela?!”. Solo eso, y el silencio total.
Joel esta vez no se tomo la libertad de regresar a ver, tan solo fueron dos segundos de paralización. Llego al plano del camino monto en su bicicleta y la galopo con mucho aplomo. Casi sin poder hablar llego a su casa y abrazo con fuerza a su mamá con sus ojos llorosos y el temblor en todo el cuerpo. Así fue como terminaron sus expediciones y se dedico a otras cosas como armar enormes rompecabezas e idear juegos de mesa descabellados.
Mientras tanto a unos cincuenta kilómetros de ese sitio, una niña pequeña caía del segundo piso de su casa, y de manera milagrosa sin un solo rasguño. Maia era una niña gordita pero de ojos brillantes y preciosos. Jugaba a peinar a sus muñecas y le gustaba el sonido del río que recorría el bosque frente al cual se levantaba su casa.
Sus pocas travesuras y desventuras, terminaron siempre de manera exitosa. Ese día en específico su manera inquietante de esconderse de su mamá la llevo a resbalar del balcón. Apenas y sintió el golpe, se levanto, miro hacia arriba y se sacudió la ropa como si nada hubiese ocurrido.
Siempre soñó con tener un perro pero su papá nunca le dejo. Años más tarde olvidaría este gusto. Bailaba a la Macarena y era todo un espectáculo mirarla. Comía helados con palitos de pan y detestaba su ropa. Tanto era así que el helado servia para ensuciarla y requerir un cambio urgente. Prefería la ropa liviana y deportiva, a los vestidos y trajes que a su madre le encantaban. En realidad, toda su vida riño con ella en ese sentido.
La cosa que más feliz hacia a Maia era pintar con los dedos, embarrarse de la frescura de la pintura. Sus manos sentían como si las inundara con un frío yogurt de colores. La sensación era única. Las formas que hacia en el papel a veces tenían sentido. En otras ocasiones un conejo parecía una roca extraña, y sus pájaros, las cejas de una gorda nube. Pero así tan temprano distinguió su exquisito gusto por el arte libre.
Su madre, cierto día la llevo a visitar a unas amigas suyas en el campo. El lugar era hermoso y había grandes espacios de verdes y tonos naranja. Cosas para jugar e inventar. Le gustaban los laberintos, de tal forma que si no encontraba uno natural, lo recreaba. Y en aquel lugar había muchas cosas para construir uno interminable (al menos para una niña de su tamaño). Buscando madera y cosas de ese tipo, encontró una caja grande con un extraño olor y algunos diminutos sonidos y movimientos.
Al subir sobre un par de ladrillos pudo ver su interior. Y he allí, los habitantes de su contenido. Eran pequeños y peludos conejos que se refugiaban en su madre gorda, recostada sobre mucha paja suave. Entre ellos había uno con ojos muy saltones que no se acobardo ante los curiosos ojos de Maia. Era muy tierno y de verdad hizo saltar de emoción su corazón. Su nariz pequeña y húmeda le invitó a una suave caricia por su grisáceo pelaje.
Cuando le fue a contar a su madre del hallazgo, la señora del lugar le propuso hacerle un regalo a la niña tan bonita del vestido rojo, con el conejo que ella eligiera. Su madre le recomendó no aceptarlo, ya que no tenia la edad suficiente para cuidar de un conejo, y que así tan pequeñito se moriría. Pero la niña rogó, lloro e insistió tanto que finalmente se lo llevaron. En el camino de regreso, entre los enormes pinos, Maia escucho el nombre del conejo en el fondo de su cabeza como un murmullo de los árboles: Serafín, desde hoy te llamarás así, como un ángel.
Maia amaba a su conejo, jugaba con él a vestirlo, a ponerle laberintos difíciles de atravesar que terminaba destruyéndolos. Lo sacaba a pasear con una bonita cuerda dorada como cual pequeño perro faldero. Dormía con él, se despertaba con el movimiento de su mojada y pequeña nariz, el conejo nunca más solo se sintió.
La tarde enmudecía entre silencios de tono alto, y llegaba la noche con su luna de queso.
|