La claridad del día traspasó por la ventana y viajó hasta su mejilla. El calor la despertó y comenzó a ruborizarla. Aún somnolienta, giró para librarse de aquella luz que se estaba convirtiendo en molestia y, entre varios parpadeos, abrió los ojos. Pudo distinguir un amplio techo, claro y limpio. Sin embargo, había algo hostil en esa sencilla imagen que la preocupaba. Hacia su izquierda yacía una pequeña mesita, donde se posaba una lámpara. No parecía haber nada raro, pero la expresión en su rostro manifestaba todo lo contrario.
Se levantó de la cama y, desesperada, salió de la habitación en busca de algo que le resultase familiar. Encontró un baño, una cocina de escaso tamaño, ventanas rectangulares y una puerta que conducía hacia el exterior. Regresó al recinto y cerró la puerta; estaba aterrorizada. Sentada en el suelo intentaba comprender lo imposible. ¿Cómo había llegado ahí?, ¿qué era ese lugar?, ¿dónde estaba?, ¿por qué no se encontraba en su casa?
La niña se había acostumbrado, después de cuatro años, a la peculiar comodidad del piso; a la brisa que entraba por el pasillo de la estación; que las noticias y los cartones la cubrieran de lo que prefería no sentir; que los pasos, el murmullo y las luces de los focos la despierten; que el frío la enferme y que el calor la inquiete; y que la lluvia la invite a limpiarse. Pero, por sobre todo, había amoldado su corazón a vivir de los restos, de las sonrisas y el sufrimiento, de un buen día, de “regalos” que las personas dejaban olvidados y de la bondad de algunos. Aunque claro está que lo peor llegaba en la noche: el llanto en la lúgubre oscuridad se veía estimulado por recuerdos de una vida solitaria, de la que su padre jamás fue partícipe; y en la que su madre, más allá de los gritos, los golpes, el hambre que nunca sació y la falta de atención hacia ella, jamás le dijo “te quiero”. Ni siquiera el haberse marchado fue suficiente para alejarla de las botellas de alcohol y hacerla recapacitar. Ese mismo día halló un techo que la protegía del llanto del cielo y unas páginas que la amparaban de su propia tristeza. Y ahora, tal brusco cambio era ininteligible.
De repente, la inquietud cesó y su respiración se normalizó. Se puso de pie y observó un oso de peluche que la miraba desde la cama. Se asomó, lo tomó y se aferró a él. Continuó escrutando el lugar y descubrió una radio negra con miles de botones. Luego, abrumada de asombro, desvío sus ojos hasta la otra pared, donde admiró los dos largos estantes repletos de libros. Maravillada, dejó caer el oso en la cama, agarró uno de ellos y corrió las páginas, permitiendo que la leve brisa acaricie su cara. Guardó el libro, pero no sin antes haber revisado las cajas de juguetes y muñecas que estaban apiladas. Caminaba descalza sobre la suave alfombra, cuando su mismo reflejo la sorprendió. Jamás se había visto en un espejo, o al menos era incapaz de recordarlo. Fue necesario que se asiese un mechón de su cabello para reconocer que se trataba de su persona. Es que el polvo ensuciaba cada pelo, y la tierra disipada en la tez, los pies, las manos, las piernas y los brazos, ocultaban el verdadero tono de su cutis. Su atuendo desmarañado no era una excepción. Entonces, miró el reflejo de sus ojos, tal vez la única claridad en su cuerpo, y una idea arribó a su mente.
Unos minutos después, la puerta se abrió, y unas pantuflas verdes se adelantaron. Detrás de ellas, tres gotas mojaron la alfombra. La niña cerró la puerta, se descalzó y avanzó envuelta en una toalla. Observó nuevamente su reflejo: la tierra y el polvo se habían marchado. Su cabello negro giraba en cada rizo, sus cachetes redondos exponían dos o tres pecas y sus grandes ojos azules resplandecían la imagen. De pronto la puerta se abrió y una cabeza atisbó entre la abertura. Ella se asustó, pues todo lo hacia con pasos furtivos y sigilosos. Con alarma en su mirada vio que se trataba de una mujer. Contempló sus cabellos largos hasta los hombros, ondulados y rojizos; sus facciones eran elegantes, al igual que sus ojos verdes.
-: ¡Ya te has levantado!, y yo que venía a despertarte. Bueno, ahora vístete, el uniforme está en el ropero – arrimó la puerta y se marchó-.
La palabra uniforme resonó varias veces en su cabeza. Miró fijamente el ropero, apartó la puerta y descubrió un Jumper azul marino, una camisa blanca y una corbata roja que colgaban de la primera percha de la fila. Esta estaba seguida por una gran cantidad de coloridos vestidos, sin mencionar los diez cajones que rebalsaban de prendas. La joven esbozó una sonrisa y se vistió. Una vez finalizado, se miró al espejo. La vestimenta era de su medida. Luego notó dos zapatos negros y un par de medias azules, los cuales encajaron muy bien en sus pies. A su vez, descubrió una mochila sobre la silla del escritorio. En su interior ya se encontraban preparados los libros y cuadernos. Colocó el bolso en sus hombros, y en ese instante, la mujer ingresó otra vaez. Alegre, avanzó hacia ella, se arrodilló, y cara a cara le dijo:
-: Estás bellísima.
Le tomó de la mano, se levantó y condujo a la niña al exterior del dormitorio, y después, de la vivienda.
Desde aquel entonces, han pasado veinte años. La niña es adulta ahora, y extrañamente, su vida ha sido un misterio para ella. Todo cambió de un día al otro, aunque jamás ha dicho una palabra al respecto. Siempre pensó, y pensará, que si reflexiona en voz alta acerca de ello, despertará en la vieja estación de un largo sueño que se convertirá en pesadilla.
Y, en efecto, no sabe que ha sido adoptada por quienes en el presente llama padres, después de que ganaran el juicio a su madre biológica, en el que se suscitó una fuerte disputa entre ambas, y de la que su inofensiva mente la amparará hasta la eternidad.
La mente por Karina Rocio Vargas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. |