Cuando lo conoció tendría 12 años o tal vez más, difícil asegurarlo porque como todos sabemos el hambre y la desnutrición no son muy amigos del desarrollo corporal. Aquiles, que fue como dijo se llamaba ese niño con las mejillas rubicundas casi moradas por el frío, se les acercó vendiendo caramelos a la mesa del restaurante en Churín, ese hermoso pueblito serrano de medicinales aguas termales.
-Quiero cigarros Ducal-le dijo el flaco Gustavo a sabiendas que en el restaurante no había.
-Se lo compro- respondió sin titubear.
No tenía sencillo. Le dio veinte soles.
Salió disparado, casi al escape.
-Te fregaste- le dijo su prima Marlene- Ese ya no vuelve.
- Lávate la cara-le respondió, por decir algo.
Y no era broma, todos en más o en menos estaban cubiertos de polvo por la inclemente ruta que hay que atravesar para llegar a ese pedacito de encantador cielo. Se turnaban mientras les preparaban el almuerzo para entrar al único baño en el que con un pequeño balde tenían que sacar agua de un cilindro para poder darse un baño tipo pasaporte, es decir, de la cintura para arriba. Cuando le tocó al flaco y advirtiendo que ya había pasado más de medía hora pensó, por primera vez, que la chata Marlene podía tener razón. Mientras almorzaban ingería junto con sus alimentos el sabor amargo de la desazón. Soportó estoicamente los embates de sus acompañantes: “Al rey de los bomberos le pisaron la manguera” “Lo bueno de ser cojudo es que no hay necesidad de estudiar” y cosas por el estilo matizaban la sobremesa. Los cigarrillos costaban en aquel entonces dos soles. Lo habían levantado con dieciocho. Pero por supuesto, para Gustavo, la plata era lo de menos. El sentirse timado por un pendejito y quedar como un idiota ante los demás era algo que su orgullo, haciendo un esfuerzo, podía tolerar. Lo que en realidad le molestaba era sentirse traicionado en la confianza que había percibido en aquel niño serrano. Y por encima de todo se moría por fumar un cigarrillo.
Ya subían al auto para ir a buscar hotel para alojarse cuando lo vieron presuroso subiendo la calle en pendiente trayendo en sus manos un paquete de cigarrillos.
-No había la marca que me pidió- le dijo con la cara empapada de sudor-pero lo busqué hasta que encontré.
El flaco los miró a todos casi con el mismo placer que sintió cuando el humo penetraba en sus pulmones.
-Gracias Aquiles-le dijo- pasándole la mano por la cabeza desentendiéndose cuando le alcanzaba el vuelto. Le dijo a Germán que arrancara cuando por el vidrio le enseñaba el dinero. Ya se alejaban y vieron, al mirar atrás, que corría hacia ellos.
-Este loquito es capaz de encontrarnos-dijo esta vez optimista Marlene.
EPILOGO: Aquiles debe ser hoy un hombre de provecho, claro, si está vivo, si no lo ha sepultado algún derrumbe del socavón de una mina, lugar donde van a parar generalmente los que se quedan por las alturas de la serranía. Imposible saberlo.
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