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*Solía mirarle. Durante el día, sus ojos grandes y amarillos reflejaban toda la luz que abarcaba el mundo. Por la noche, observaba sus pupilas. Se agrandaban hasta ocupar todo el iris, hambrientas de un poco de claridad nocturna. Él la ignoraba.

Trabó un ovillo entre sus manos toda la tarde. Enmadejó bien los dedos para que no corrieran los diez a escribir un mensaje de confesión. Divisó por la ventana posibles haykus que disiparan su deseo y le trajeran la calma. Pero el viento le deshacía los bellos marcos y se distraía con el gato, que se afanaba en arañar una vieja mesa del año de la Tana.
Se llevó las manos a la cabeza mientras caía lenta y esponjosamente en la cama, repleta de cojines y forrada de mantas de croché. Tenía trescientos nudos. Algunos en fila india en un mismo mechón. Otros a punto de resbalar al vacío. Hundió las yemas. Y miró al techo. Húmedo. Pensó por un momento, mientras su mirada profundizaba en las grietas, los parches y el fingido gotelé, pensó en botes de pintura, y se sintió estupendamente.


-Mientras él, observaba a una desconocida en el café de la esquina. Tenía sus ojos fijos, pero su boca totalmente agitada. Intentaba que ella le viese. Le viese y no pensara que era otro admirador, simple, deseando colarse en su falda y sus enormes ojos del color de las puertas del restaurante Marinero. Que le viese y pensara que era ella..la que quería montárselo bajo sus pantalones caqui y con sus almendrados ojos amarillos.
Ella le miró.
Pero solo fue de pasada.
Por su cabeza pasó un “ mono pero simple”
Y él siguió mirando por la ventana como un mechón de pelo rodaba por la acera, calle abajo, frenéticamente en busca de una cabeza.
Ella salió haciendo ruido con sus tacones como una despedida.
Él ni la miro, porque para qué.
Y entonces fue cuando ella se dio cuenta de que no era tan común. De que le hubiese gustado montárselo con sus pantalones caqui y sus ojos amarillos.


*Imaginó por un momento unas palabras. Demasiado osadas quizás. Las imaginó sobre el papel, como si ya estuvieran escritas, pero sin estarlo, solo por saber que sentiría cuando se viera desahogada del pensamiento que quería plasmar. Cogió el lápiz. Y lo tiró furiosa contra la encimera. Por un momento vio fugazmente el haz que dejaba antes de estrellarse y pasar a ser retales.
Recogió los restos de su cadáver, negros y amarillos. Y escribió: “ he salido a comprar leche”

Se mantuvo estática comiendo galletas de fibra integrales de una marca alemana. Estaba furiosa. Estaba furiosa porque era gilipollas.
Una mujer preciosa salía en ese instante del café de la esquina, con su pelo rizado levitando a causa de la electricidad estática. Tenía los ojos del color de las puertas del restaurante Marinero pensó. Se quedó mirándola de arriba abajo. Llevaba un vestido verde de terciopelo y unos zapatos caldera con un mechón de pelo pegado al tacón. Que guarrada pensó. A saber de quién es ese manojo.

Le profirió una boca de asco y siguió comiendo galletas integrales de una marca alemana, mientras se miraba los zapatos manchados de caca de perro.
Echó a andar calle abajo camino a su casa. Iba restregando el zapato en todos los bordillos y arriates.
-Mientras. Él había salido del café y la seguía de cerca. Fue todo el camino cabizbajo pensando que tenía que comprar leche y otras tantas insulsas obligaciones que tanto le jodían. Cuando por fin resopló y alzó la vista, la vio caminando frente a él. Le miro el culo por un segundo y se prometió que había sido por pura rutina y sin ninguna intención sexual de tenerlo entre sus manos.
Ella llegó a la puerta y se buscó las llaves en el bolsillo. Joder. El bolsillo. Roto.
Él llegó y alargó el brazo tras su espalda como una mutación salvadora, llave en mano, abriendo enérgicamente con una cara de pura indiferencia. Con la mirada pegada al picaporte.

-Aquel lunes amargo quizás no era el mejor día para enredarse, después de tantos años y sinsabores entre ambos. Pero el hambre de la carne les pilló desprevenidos, a él buscando un expendedor de cánceres y cardiopatías para mitigar el mono a media noche, y a ella, sentada en el velador de la calle San Tomas, sin un duro para pagar las tres copas de Lambrusco que se había empinado.
Cuando vio la luz de la tasca a lo lejos se apresuró calle abajo como poseído, pero al llegar a la puerta, una súbita parálisis general le dejó en el sitio. No podía creer que fuera ella. Estaba tan rota. Tenía el cuerpo escuálido, y la mirada huidiza, sus extremidades amenazaban con desprenderse de un momento a otro, y sus huesos estaban cubiertos por una fina piel transparente que anunciaba un interior en ruinas. Por un momento pudo ver el humo del cigarro que sostenía en su mano izquierda, bajar por su gaznate, y subir para escaparse por sus labios rosados, que al igual que sus ojos azules, destacaban en la piel mortecina de su rostro, como un vestigio de tiempos mejores.
Apagó la luz, y apenas un instante después, hizo sonar el tocadiscos a tientas, de mueble en mueble, analizando la fisonomía de la oscuridad. Puso la mano en su espalda y noto las heridas del tiempo. Estaba envejecida de manera prematura por el alcohol, las drogas y las lágrimas. Ni se movió, parecía un pequeño perro asustado bajo sus manos sinceras. El continuó la exploración.


Ç-El padre de Candelita era un hombre respetado por todo el barrio, un eminente caballero de pelo canoso y metro ochenta. Jamás llegaba tarde a sus citas, llevaba pañuelo y le encantaban: el güisqui, la ensaladilla de su madre y las prostitutas. Sin duda todo un señor. La madre, era apocada y triste, solo sonreía en ocasiones especiales y algunos días, se le instalaba en el rostro una cara de asco, inquebrantable ni con el mejor de los chistes. Ambos eran católicos e instruyeron a la niña en dicha religión desde muy jovencita, para alejarla de los vicios de la sociedad y asegurarle una vida decente al menos de espíritu.
La niña, de pelo rebelde y anaranjado, tenía una piel tersa y blanca, con una traviesa nariz respingona y mejillas rosadas en cualquier época del año y a cualquier hora, una belleza nórdica impropia de una familia de pueblo tosca como la suya, pero ya se sabe que en esto de la genética no manda ni Dios, y la niña fue bendecida con un cuerpecito escandaloso y una sensualidad innata, que pronto fue reprimida a base de crucifijos en el colegio, y en su casa.
La falda, más larga.
La cabeza, más agachada.
Esos modales.
Señorita Candelita Menéndez venga aquí ahora mismo.
Que le he dicho de la falda.
Escupe ese chicle.
El baño de las niñas es el otro señorita Menéndez.

Pero la señorita Menéndez no era domesticable, y seguía canjeando chicles de menta a cambio de enseñar sus bragas, porque esa, era su naturaleza.

A pesar de ser conocedora del poder de atracción que ejercía superficialmente, Candelita no era una niña común, y su curiosidad, la llevo a un nivel de inteligencia que le permitía sojuzgar la realidad desde puntos de vista muy amplios. Era lista con las materias y floja como ella sola, aprobaba por los pelos, y demostraba una madurez que no le correspondía, en las cuestiones que atañían a las relaciones humanas en general.

A los tiernos doce años Candelita Menéndez encontró en el armario de su ilustre papá una revista porno, y dejó de ser Candelita…
Aquella revelación sexual fue la respuesta a toda la represión y desconocimiento personal que padecía, y el comienzo de un enfrentamiento con todo su mundo, que no terminaría aunque ella estuviese en la tumba.

*Eran las 12. Eran las 12 y él no había llegado. Le dijo que iba a comprar tabaco, y ella, le esperaba despierta, para que cuando volviera y se sentará en el sillón rojo junto a la mesita del teléfono, ella pudiera pasearse medio desnuda por algún inocente motivo, y así poder decirle buenas noches, y que él le respondiera con voz de inusitada indiferencia mientras no apartaba la vista, de los círculos que hacía con el humo en el aire, sobre su cabeza.
Pero parecía como si no fuera a volver, ella lo presentía, bueno, eso, y que se había ido a por tabaco hacía ya una hora. Comenzó a inquietarse, y pensó que quizás estaría bien salir a pasear, por si por algún casual se lo encontraba en las calles de alrededor, en cualquier tasca, con un amigo de esos que el tiene por el barrio, con los que cambiaba cromos de fútbol y se sollaba las espinillas de pequeño.

Se puso los vaqueros rotos y la camisa de cuadros rojos, que tanto le gustaba , porque parecía una leñadora, y se echó a la calle. Caminó por la calle San Patricio y giró hacía San Tomás. Anduvo calle abajo pero todo estaba cerrado. Recorrió todos los santos, y tres cuartos de hora caminando en círculos concéntricos fueron suficientes para aumentar su preocupación, y también para hacerla desistir, y que sus pies la devolvieran a casa.
Giró la llave suavemente. Esperaba encontrarle en el sofá, borracho, o fulminado en la mesita de la cocina, con la nevera saqueada y la baba en el mantel. Pero al girar la puerta, observó el salón, desértico y oscuro, tal como estaba antes de irse, con la luz penetrando a través de la persiana rota, y el gato restregándose en un trozo de cuero rojo que se había desprendido del sillón. No había vuelto.

Se quitó la ropa y se sentó en la cama, que estaba desecha. Apretó entre sus brazos la almohada, y luego contra su cara. Iba a gritar, pero se le quitaron las ganas. Se quedó presionando. Un rato largo. Sabía que no iba a poder ahogarse sola, pero por un momento se le pasó por la cabeza intentarlo. Por un momento, se le pasaron por la cabeza muchas cosas.
El catorce de julio, era su cumpleaños. Todos los años por esa fecha, su madre, que padecía una especie de esquizofrenia leve, le regalaba unos calcetines de lana para el invierno, y su padre, que era encargado de la sección de cordones en la fábrica de deportivas, le regalaba unos zapatos dos número más grandes, para que pudiera calzarlos con los calcetines de su madre en invierno. Y cada año lo mismo. En el pueblo, nada tenía sentido, pero al menos ella, disfrutaba con las pequeñas ironías que le brindaban la vida, a pesar de ser una niña delgaducha que padecía una aguda dislalia.
Durante años, las palabras permanecieron en su mente, chocando contra las paredes sin saber como salir, creando ingeniosos pensamientos que jamás tendrían su fruto oral. Cristal tenía seis años cuando pronunció su primera frase completa con sentido. Le pusieron ese nombre porque fue sietemesina, y al nacer, a todos les pareció que iba a romperse. Su enfermedad le impedía pronunciar la más simple palabra, y desde el principio, sus padres, que ya cargaban con lo suyo, la dejaron por imposible e ignoraron que quizás, un poco de atención mejoraría la dicción de Cristal.
A espaldas de su enfermedad, la niña se esforzaba por comprender las revistas que había en el baño, y repetía como una autómata durante horas, la palabra que conseguía pronunciar sin vacilar.
“El coche”, eso fue lo primero que Cristal dijo.

Se estaba poniendo morada. Bueno, eso supuso, porque no podía verse la piel de la cara.
Retiró la almohada y la puerta la sobresaltó. Se levanto y puso la oreja para escuchar…un portazo, la rodilla de él contra la mesa del teléfono, “joder”, el gato maullando histérico, la puerta de la cocina, y acto seguido, la puerta de la nevera, “pssshh”, un refresco, un plato chocando contra la encimera de mármol, la lata apretada con rabia, el plato en el fregadero, y sus pasos, aproximándose a la puerta contigua. De nuevo un portazo, y los muelles de la cama.





Sus ojos torpes le divisaron, estático frente a los veladores. Con la mirada escéptica y devoradora, profunda y amarilla. Caviló durante un momento en que aquella visión fuese producto de su mente, esponjada en copas de vino, pero cuando la estatua de carne comenzó a moverse hacia ella, no tuvo más remedio que acomodarse de un salto en la silla de mimbre, agitada y confusa, desorientada. Su melena de fuego se erizó en la oscuridad como un gato en alerta. Abrió los ojos y se sujetó al borde de la mesa, recta, esperando una reprimenda de padre.
El se aproximó con cautela, agachó su cabeza a la altura de su rostro y preguntó lo obvio, con una dulzura inesperada, solo para asegurarse de que aquel fantasma no era etéreo: -¿Candelita?
El aire circuló entre ambos rostros ininterrumpidamente, pues cuando uno aspiraba, el otro expiraba y viceversa, y una masa de aire caliente se condensó entre sus bocas por un instante, augurando la inevitable colisión.
Candela le miró con los ojos llorosos, sus pupilas se convirtieron en agujeros negros y su boca, temblorosa soltó una palabra, hecha con retales de la poca conciencia que rebañó de su recuerdo: Perdóname.

-Tu siempre estás perdonada.
Extendió su mano sin apartar la mirada de la insólita lágrima que resbalaba cara abajo, por la mejilla de Candela Menéndez, diosa inquebrantable de todas sus fantasías, que ahora, era un coloso en llamas, derrumbado y con el corazón angosto. Se sintió superior, y en vez reivindicar los años de maltrato que ella le brindó, sujetó su mano delgada y semitransaparente y quiso alejarla de todo lo que le provocaba ese dolor penetrante, que la estaba matando por dentro y marchitando por fuera.

Caminó sosteniéndola bajo su brazo derecho, ella le observaba desde abajo con admiración, y él miraba al frente.
Se había convertido en un hombre y le importaba una mierda el dolor, era capaz de ignorarlo, repelerlo o socorrerlo sin sentirse afectado, pensó ella, que lo idolatró por un instante como a un dios, que la protegía bajo su brazo de la lluvia ácida que le calaba el alma desde hacía meses.
La llevó por las calles luminosas tomando el aire, sin interrogarla durante una media hora, mirándola solo cuando ella no le miraba. En el cruce con Ferrer ella se detuvo y tiró de su camisa, él se giró:- ¿Qué pasa?
- Vivo en aquella esquina, en el segundo.
- ¿Quieres que te acompañe?
Los ojos de Candela se tornaron de la tristeza al deseo en una caída de párpados, y su mirada atravesó la carne.
-Quiero que subas.
Él sabía que una vez hecha la petición, la negativa no solucionaría aquel trance, y su cuerpo, sistemáticamente atraído al epicentro de sus piernas, seguiría a aquella mujer que tantos disgustos le había dado, porque él no era quien para resistirse a aquel poder que le apretaba las entrañas y le exprimía los sesos, agitando su cuerpo, en un ritual espiritualmente carnal que le envolvía. Aquella danza del fuego se repetía cada vez que se encontraban, y resistirse a llevarla a cabo, no hacía más que aumentar las ganas de tocar el fuego, y prolongar el baile.

Arañó su espalda, como si bajo su piel estuvieran las verdades. Le tiró del pelo. Le mordió en el hombro. El sexo con Candela era como una lucha frenética.
Su cuerpo estaba lleno de cicatrices, pero la esencia que desprendía mantenía viva su belleza. El hundió los dedos en la maraña roja y apretó con fuerza, inclinó su cabeza, la obligó, la forzó, y ella estuvo encantada de la dominación, porque no había nada en el mundo que Candela Menéndez no entendiera por la fuerza.
Terminaron agotados y jadeantes, cada uno en una punta de la cama.
Estaban boca arriba, ella tenía los pechos escurridos en el torso, y pensaba, que aquél había sido un gran polvo, pero que quizás no había estado bien hacerlo, como siempre, y él tenía las manos sobre el ombligo y observaba la mancha de humedad que había sobre su cabeza, y que a su parecer, tenía un aire a la cara de un concursante de Sopa de Letras.



















Texto agregado el 14-11-2008, y leído por 261 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-10-2009 me quede sin palabras. he leido otra de tus obras y me pareces muy clara, saludos ;) matthilda
 
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