Aquella mañana cuando subí la mirada al espejo en el techo, comencé a recordar la trillada secuencia de sucesos que la noche anterior había desatado. La botella de vino vacía junto a una copa solitaria medio llena, se hizo pareja de una insoportable jaqueca aliada a mi amnesia selectiva.
Un perro con pequeñas pintas marrones salió de las sábanas escapando luego de lamer mis pies, y en ellos dejó la estela de sus pequeñas y amenazantes rosetas, figuras moteadas que intervinieron mi piel postrándose ante mi sorprendido rostro.

Salí de esa casa extraña y recordé las palabras de Loren: “No te atrevas a rascar la sarna que me consume por dentro”. Loren se había contagiado, de esa escabiosis múltiple en la que estaba convertido mi entorno. Sentí la atracción de mi piel por mis uñas como un eterno Kamasutra entre ambos, uñas y piel saboreando su desnudez dejaron marcas abruptas en mi carácter.

Comprendí que mi mundo tenía sarna y el ansia oscura de rascarme trataba de postrar mi cuerpo a mis propios delirios, en los que formaba la dualidad provocadora de una comenzón interminable.

Entendí que el perro de la mañana era una alucinación y la locura de mi sarna era el eje que excitaba mis neuronas y las llevaba a darse cuenta que este mundo se rasca todo el tiempo y sus costras hacen de nuestros momentos, victorias de placer sarnoso.

Comencé a disfrutarlo e hice a todos partícipes de mi demente sarna. A todos los que estaban contagiados los saludé, y a los que no lo estaban, sencillamente los contagié. Comencé a sentir gusto por mi sarna y luego desapareció.