Por Sergio Hernández Gil
Roberto iba tras la comparsa y los carros alegóricos, siguiendo el ritmo de las arpas, marimbas y guitarras. Llevaba los brazos abiertos, saltando a tramos hacia maromas cabriolas, diría mi abuela , y gritaba como si esa noche se hubiera sacado el premio mayor. Aunque entrada ya la madrugada, la brisa marina apenas refrescaba el ambiente, por lo que cada esfuerzo resultaba agotador. Un huracán se apoderó de su cabeza y lo hizo caer sobre el piso mojado. El torbellino continuó por unos instantes.
Cuando pudo abrir los ojos, Roberto la vio ahí, de rodillas, inclinada sobre él y sonriendo, ocultando su rostro tras el antifaz rosa que sostenía con la mano derecha, en tanto que con la otra lo abanicaba con suavidad. Albert Einstein los miraba fijamente. –La vida apenas dura un parpadeo y éste puede parecer eterno. Todo es relativo, dijo, mientras hacía cálculos sobre una libreta.
La banda de música encabezaba el desfile. En su cerebro retumbaban los tambores: pram pram pam, pram pam pam, y el ritmo, cada vez más rápido, le recordaba las danzas tribales africanas. Frida Kahlo y Salvador Dalí bailaban agitados, moviendo cadera y brazos, en un ritual salvaje alrededor del fuego.
Todavía en el suelo, Roberto sintió una descarga eléctrica que recorrió sus piernas, un cosquilleo que le hizo moverse y casi danzar, mover cada una de manera independiente como si tuvieran vida propia. En su estado, casi de inconciencia, delirium diría su psiquiatra, soñó con sus libros, todos aquellos leídos y los que faltaban, y una locomotora atravesó su pecho. Algún día, él también escribiría.
Los ojos de la dama, de un color verde-dorado, eran dos líneas de sol cayendo sobre un bosque de cedros en una tarde de verano, y apenas podían distinguirse entre las rendijas de su media careta. Esa mirada casi difusa, pero firme y serena, reflejaba soledad y una especie de sabiduría ancestral.
-Se cayó usted y se ha golpeado la cabeza contra el piso, dijo ella. –Ya hemos llamado a la ambulancia.
Aturdido, Roberto no pudo articular palabra. La voz detrás del antifaz, en cambio, era una melodía, un bálsamo, que no le dejaba sentir el dolor. Mis libros, pensó otra vez mientras hacía un intento fallido para incorporarse.
-Tiene sangre en la cabeza y tal vez se ha roto un hueso, alcanzó a escuchar antes de perder el sentido de nuevo.
Las comparsas y los carros alegóricos continuaron su desfile hasta el malecón y de ahí por la avenida Independencia; después, una larga travesía por la costera hasta Mocambo. El mismo paseo tantas veces recorrido con ella. -¿A qué huele el mar y a qué sabe?, decía Rosalba. –A mar, respondía Roberto, y ella reía. –No tontín, huele a cuerpo y sabe a sexo, huele a ti y a mí.
Entre la multitud, Roberto alucinó a Charlot persiguiendo a una gigantesca gallina que, al ser atrapada, se convertía en Theresa, la joven y hermosa bailarina de Candilejas. Tres años ya, y todavía no saben quién disparó la bala que mató a Rosalba.
Apareció un Arlequín, que asustado leía en voz alta el diario de Césare Pavese: -Todo esto me da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.
Entre tanto, Napoleón discutía acaloradamente con el general Francisco Villa sobre las estrategias militares para la toma de Chihuahua. Mientras que Abraham Lincoln, montado en un caballo de dos cabezas, perseguía a un negro al que daba latigazos de vez en cuando.
En la niebla de la madrugada Roberto vio de cuerpo entero a la mujer de los ojos verde-dorados. Estaba vestida como una dama de la corte de María Antonieta. Sin decir palabra, le tomó la mano y bailaron, muy juntos, al ritmo amargo y profundo de un saxofón.
Sintió la suavidad de su espalda bajo la seda rosa del vestido, lleno de holandas en la falda; se recargó en su cabeza y miró el escote, del cual asomaban, discretos, los senos, como dos jugosas naranjas. El aroma de su piel era sándalo en erupción que llagaba todo el cuerpo de Roberto. Danzaron como mariposas copulando en pleno vuelo sobre las olas del mar.
Diego Rivera, con su overol manchado, entretanto, pintaba en el aire a un zapatista que tenía la cara cubierta con un pasamontañas y que, al materializarse, se transformaba en Adelita, vestida con enaguas blancas y rojas, y luego en Nerón, que pretendía incendiar un barco anclado en la bahía.
Roberto trató de adivinar el rostro tras el antifaz. Ella, con su lívida sonrisa, seguía ahí, sin decir palabra. Era también, como Rosalba, un floripondio embriagador.
Tuvo un ligero escalofrío y luego un calor intenso: traía ya una llama viva en el corazón y pensó que no debía, por nada del mundo, dejarla escapar. En sus casi treinta y cinco años nunca había tenido tanto deseo por una mujer y a la vez tanto miedo. Miedo de amarla y de no ser correspondido, miedo de tenerla y de no volverla a ver. Quiso besarla, pero ella volteó el rostro, de modo que sus labios se posaron sobre una de las mejillas de la dama, tenuemente maquilladas.
-Escucha las olas estallar cuando se tocan, dijo ella; y se apretó aún más a él mientras bailaban. Flotó, se sintió etéreo, cuando vio otra vez el resplandor verde-dorado de los ojos bajo el antifaz y la sintió como un ave temerosa entre sus brazos.
-Esta noche prodigiosa las estrellas han decidido dormir, como nosotros, en una cuna de nubes, dijo él. Insistió en el beso, que esta vez sí fue correspondido, larga y profundamente.
-Vivimos en mundos distintos. Aquí la vida es un sueño, respondió la dama y sintió que un viento húmedo se escurría de su bajo vientre.
-Estamos juntos ahora, sigamos así, agregó Roberto.
Ella, en un giro, escapó de sus brazos y corrió hasta el extremo del muelle. Roberto atrás de ella.
-Te amo, insistió él.
-Son sólo las sirenas. No escuches.
De nuevo apareció Charlot frente a sus ojos, esta vez como Monsieur Verdoux de la mano de Marilyn Nash.
En ese momento llegó la ambulancia.
- Mis libros, balbuceó Roberto como queriendo despedirse de ellos. –Rosalba, añadió quedamente.
-Apenas respira, tiene el pulso muy débil, apuró uno de los paramédicos.
-Lo decidí ya, dijo Roberto a la dama de los ojos de atardecer que no se despegó de su lado ni un momento, al tiempo que sentía cómo le colocaban el respirador y lo subían a la camilla.
-En el carnaval nos amamos eternamente, dijo Charlot dirigiéndose a Roberto, mientras Cleopatra daba un beso a César y otro a Marco Antonio y le guiñaba un ojo al moribundo.
Los tambores se escucharon con más fuerza. Roberto vio de nuevo a Salvador Dalí bailando, ahora con Gala.
–Ha muerto, dijo el paramédico.
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