EL ESPIRITU DE LE VAN NAM
El anciano miraba con atención el panel de madera de teca que estaba trabajando. Movía su poderosa mano en círculos, de dentro a fuera, dibujando imaginariamente una espiral que semejaba en trazos invisibles el caparazón de un caracol. De vez en cuando, detenía el movimiento y retiraba la cabeza mirando en oblicuo el tablero en su afán de escudriñar cualquier imperfección en la superficie patinada.
-- Padre, ¿cómo está quedando ese tablero?
-- Bien, hijo. Las cosas siempre tienen que quedar bien. Cuando se resisten, como si quisieran rebelarse contra quienes las han de moldear, no queda otro remedio que redoblar el esfuerzo y, al final, siempre se termina consiguiendo que el trabajo quede perfecto.
-- Déjame, padre. Tu no tienes porqué hacer ese trabajo. Diriges esta explotación y tienes hombres a los que has enseñado a hacerlo.
El joven intentó apartar a su padre del tablero pero se encontró con una mirada intensa que se le clavó en las pupilas haciéndole bajar la cabeza. Desde la posición inferior en que se encontraba por su menor estatura y su espalda encorvada, levantó la vista hacia su hijo con una sonrisa y una mirada que ahora sabía a miel.
--Hijo, mírame. Déjame hacer lo que me apetece. Ya no me queda mucho tiempo de disfrutar con el trabajo.
Recuerda lo que ya te he repetido muchas veces: las obras de los hombres llevan su espíritu.
Anda, ve a vigilar el trabajo de los hombres que para eso eres mi capataz.
El joven se retiró con la cabeza inclinada y se perdió entre los obreros que en la gran nave cortaban la madera, pulían los tableros y encajaban las piezas de lo que acabarían siendo unas magníficas mesas de exterior.
Estaba comenzando comenzado la estación de los monzones y la lluvia, vivificante y mortífera al mismo tiempo, hizo acto de presencia. El viejo camión renqueaba por el camino embarrado que desembocaba en la gran explanada que circundaba el taller. En ese gran espacio abierto se almacenaba la mercancía y, utilizando un muelle que facilitaba la operación, se cargaba en los camiones que la llevarían a su destino.
El conductor bajo del camión con facilidad dando un salto desde el estribo.
--¡Hola Le Xuang! Tenéis que daros prisa en cargar antes de que esto se ponga feo. No quiero quedarme tirado por ahí.
--No te preocupes.
A su orden, el hormiguero humano se concentró en la tarea, y en poco tiempo el volquete del camión quedó repleto de embalajes de cartón. Cada uno contenía una mesa desmontada y perfectamente colocada en un mínimo espacio.
Cuando el camión arrancó, los hombres prorrumpieron en gritos de júbilo, como si hubieran batido un record de los que se anotan en el Guiness
--Muchachos, todavía queda trabajo por hacer.
Los hombres se dispersaron y volvieron a sus puestos.
--Padre, quien nos iba a decir que los franceses comprarían nuestros productos en vez de robárnoslos.
--Hijo, luchamos contra ellos hasta expulsarlos de nuestro país, como lo hicimos antes contra los chinos y después contra los americanos. Ahora son tiempos de paz, de intercambio y de cooperación. Me alegro de que una familia francesa pueda disfrutar de nuestros muebles. Los pagan bien, ¿no?
El camión embocaba la última curva del camino y el anciano levanto la mano como si despidiera a un familiar que inicia un largo viaje en busca de la prosperidad.
Apretaba el calor en la gran ciudad a orillas del Mediterráneo. Los treinta y cinco grados de temperatura y el sol cayendo a plomo sobre el asfalto, no impedían que en los alrededores de los grandes almacenes se registrara un bullicio inusual en aquella época del año. A la luz del día los grandes carteles fijados en la fachada del edificio perdían gran parte del misterio y glamour que la iluminación les proporcionaba durante la noche. La gente entraba con prisa queriendo traspasar rápidamente la barrera de aire caliente que abofeteaba sus caras y que separaba el infierno de la calle del cielo refrigerado que ofrecía colmar todas las ansias de felicidad del consumidor.
La voz femenina, suave y aterciopelada, se esparcía por el ambiente desde el sistema de megafonía perforando el cerebro de los potenciales compradores que, oyendo sin escuchar, interiorizaban los mensajes que se les dirigían.
“Semana de Oriente en el Corte Inglés. En todas las secciones disponen nuestros clientes de los más originales productos directamente importados de Oriente. Sin moverse de “su casa”, aquí los tiene usted.”
--Juan, deja ya de protestar. Será un momento. Te dije que necesitamos cambiar los muebles del jardín. Están impresentables.
--Pero si no tienen más de cinco años.
-- La humedad y el salitre los destrozan en poco tiempo..
La mujer, más que caminar cogida del brazo de su marido, tiraba de él hacia las escaleras mecánicas que los dejarían en la planta cuarta, donde estaba la sección de los muebles de exterior.
Había una gran variedad de mobiliario expuesto, pero la mujer, sin saber exactamente porqué, se encaminó al fondo donde un cartel multicolor anunciaba: “MUEBLES ORIENTALES”.
--Fíjate, Juan, ese comedor oscuro. Es original y muy bonito. Además parece muy bien acabado.
--Si, parece consistente. Esperemos que no tengamos que sustituirlo en cinco años.
La bella dependienta que se acercaba para atenderlos, antes de dirigirse a ellos, ya sabía que tenía la venta hecha.
--Han acertado en la elección. Es lo mejor que se pueden llevar. La relación precio- calidad es magnífica.
Descendían por la escalera y antes de llegar a la tercera planta de “caballero” una brillante idea asaltó a la mujer.
--Juan, necesitas unas camisas de verano.
--Por favor, María, tengo suficientes camisas de verano.
Con puntualidad inglesa, en la tarde del quinto día desde que hicieron la compra y tal como les habían prometido, la furgoneta de reparto de la firma aparcaba frente al chalet de la familia Llorens.
--Por favor, síganme. Monten los muebles debajo del cenador.
En una hora todo estaba montado y colocado.
--Juan, ven. Fíjate qué bonito ha quedado el comedor. Ha caído en su sitio.
El cadáver del patriarca llevaba expuesto en una esquina de la gran nave-taller cuatro días. Su hijo quiso que los últimos momentos en este mundo los pasara en aquel lugar al que había dedicado su vida, rodeado de su familia y de los trabajadores que veían en él ,más que a un jefe, a un padre que les había inculcado sus principios y sus conocimientos.
Llegó la hora de cumplir su última voluntad. Una procesión encabezada por Le Xuang vestido de blanco condujo el ataúd hasta la pequeña pira levantada casi a ras de tierra. En los vértices del altar funerario se levantaban cuatro figuras de madera policromada que los propios obreros habían esculpido reproduciendo el rostro y el cuerpo del maestro. Le Xuang acercó la tea y, al momento, todo aquel material combustible empezó a arder. Se recrudecieron los llantos y los rezos y en escasos momentos no quedaban sino ascuas sobre la tierra y pequeñas partículas rojas que en el anochecer salpicaban el aire.
La noche mediterránea consiguió por fin sofocar el calor de toda la jornada e imponer su frescor a las tórridas temperaturas que durante el día casi obligaban a zambullirse en las aguas del viejo mar.
María disfrutaba de la lectura hasta bien entrada la madrugada protegida del relente bajo el porche elevado de la casa. Desde allí divisaba todo el jardín y oía el arrullo del mar; sólo intuía su presencia y apenas vislumbraba la espuma blanca de las olas al romper.
¡Crac, crac, crac!
Una estampida de crujidos sordos le hizo dirigir la vista hacia el cenador tenuemente iluminado por pequeños faroles clavados en la tierra que delimitaban su espacio en medio de la noche. Aunque al momento se sobresaltó, la calma y el silencio que siguió al estrépito, la llevaron de nuevo a concentrarse en la lectura. Cuando el sueño comenzó a abrazarla con calidez, se retiró a descansar.
--Buenos días, Juan. Qué mañana tan espléndida.
Su marido la esperaba para desayunar ojeando el periódico. Le dio un beso con la naturalidad de la costumbre y, antes de sentarse, echó un vistazo debajo de la mesa. Nada justificaba el ruido que había oído durante la noche; sin embargo, algo extraño había en el suelo, justamente donde las patas de la mesa casi se clavaban en el césped. Un charquito de un líquido más viscoso que el agua y de color oscuro todavía se podía apreciar entre las briznas de hierba.
--Juan. ¿Has derramado el café?
--Cariño, sabes que siempre te espero para desayunar.
--Pues no sé que se habrá podido derramar. Va, no tiene importancia. Poco a poco se ira reabsorbiendo en la tierra.
A la caída de la tarde, Juan y María disfrutaban de la puesta de sol del mediterráneo. Como tantas otras tardes de otros muchos años, no querían perderse aquel espectáculo de la naturaleza, siempre igual y siempre distinto. Bastaba que una nubecilla se interpusiera en la visión, para que los matices del color y los contornos y las formas de aquel cuadro natural en movimiento, ofrecieran una nueva perspectiva.
--Juan. ¿Te has fijado que bien se conserva el comedor de exterior?
--Si. Ya hace cinco años que lo compramos y las mesas y sillas están como el primer día. Hicimos una buena compra.
--Mañana tendremos con nosotros a los niños. Voy a preparar una cena de postín.
--No te precipites. Quizá tengan otros planes.
--No creo. Saben que la primera cena de la temporada de verano es una tradición de esta casa.
La mesa estaba espléndida. María la había vestido con un mantel de hilo fino, cuajado de motivos orientales acordes con su procedencia. La vajilla de porcelana de Sèvres y los cubiertos de plata perfectamente dispuestos querían significar que aquella era una cena especial. Dos grandes velones que apenas interferían en la iluminación del cenador, creaban un ambiente cálido e íntimo. Los pequeños dormían ya y los mayores se disponían a disfrutar del reencuentro.
--Papá, ¿Qué tal va la empresa?
María, la hija mayor, había iniciado con una pregunta banal un circunloquio que acabaría en una petición a lo largo de la noche, aunque dudaba del momento oportuno para plantearla.
--Bien hija, el negocio marcha viento en popa.
--Pues me alegro porque Fernando y yo queremos pedirte algo. La reforma del piso se nos ha ido de las manos y nos vendrían muy bien unos milloncejos para no tener que ampliar el préstamo hipotecario.
La hija sonreía casi convencida de que, como siempre que había recurrido a su padre, no le fallaría.
--Dadlo por hecho.
Juan, el primogénito, vio la oportunidad de insistir en sus reivindicaciones de poder en la empresa familiar, que su padre prudentemente había ido templando hasta que estuviera realmente preparado para dirigirla.
--Papá, ya va siendo hora de que te retires y descanses. Conozco el negocio y lo puedo llevar perfectamente.
Juan empezó a sentirse incómodo por el tema que su hijo había puesto encima de la mesa y que le preocupaba desde hacía tiempo.
--Hijo, yo decidiré cuando ha llegado el momento. Sigue aprendiendo y trabajando. Todo llegará.
Cariño, que bueno está el pescado.
Trató de derivar la conversación pero su hijo insistió alzando la voz.
--Hijo, no es el momento- terció la madre que veía que la situación se tensaba por momentos.
--Estoy harto de que papa siempre imponga su criterio y me aparte de las decisiones importantes. Eso se acabó.
Juan no tenía ganas de discutir. Estaba cansado de tanto hacerlo.
Joaquín, ¿cómo has terminado el año?
--Papa, no tengo ganas de hablar de eso ahora.
--Hijo, no pretendo fastidiarte con mi pregunta. Ya hablaremos con tranquilidad mañana.
--No, tampoco hablaremos mañana. No voy a permitir que controles mi vida. No me dejas ni respirar.
--Hijo, no sería un buen padre si no me preocupara por tu futu..
Un ruido sordo hizo temblar la cristalería una décima de segundo. Juan apenas percibió como el torrente de sangre destrozó la arteria, empujado por el émbolo de la desesperación y la desesperanza por los suyos y en los suyos.
Su cabeza cayó a plomo sobre el plato y unas lágrimas negras resbalaron por las patas de la mesa buscando la tierra.
--¡Llamad una ambulancia! ¡Se nos muere, se nos muere!
-- No te preocupes, ven.
En el vallado que el Ayuntamiento había dispuesto para depositar los muebles viejos, una mesa desvencijada, con las patas partidas y rayada por todas partes, esperaba a ser retirada por los servicios municipales.
Una pareja de sombras trataba de acceder al recinto por un hueco abierto en la cerca a ras del suelo. Buscaban entre tanto trasto viejo algo que les pudiera ser útil y lo encontraron.
--Mohamed, esa mesa nos puede servir. Podemos arreglarla.
--Oswaldo, no jodas, está hecha polvo.
--Ya la verás cuando termine mi trabajo. Soy carpintero, no te olvides.
Con gran esfuerzo lograron sacar la mesa del recinto y cargarla sobre el carrito de la compra en el que trasportaban cuanto recogían de basureros, contenedores y desguaces. Uno la sujetaba y otro empujaba el carrito hasta que se perdieron por el camino que los alejaba del perímetro de la urbanización.
Llegaron por fin a su destino: una nave abandonada y casi derruida que, inexplicablemente, se levantaba en la misma arena de la playa. Aunque a primera vista no había signos de vida, nada mas franquear el hueco de la entrada, el olor, los ronquidos y las toses dejaban constancia de que en su interior había gente durmiendo. Apoyaron la mesa contra la pared exterior junto a una ventana y, empujando el carrito, entraron en la estancia y se dirigieron hacia un rincón por el único que pasillo que quedaba libre entre toda clase de cachivaches, restos de comida, deposiciones y cuerpos encogidos. Se recostaron en un viejo colchón de matrimonio y compartieron el único cartón de vino peleón que habían podido conseguir.
Al día siguiente, Oswaldo compró tornillos, lija y barniz y comenzó a arreglar la mesa con tal empeño que en dos días terminó su trabajo.
--Que te parece Mohamed.
--Joder, ha quedado como nueva.
Desde entonces la mesa se convirtió en el centro del pequeño espacio que tenían acotado dentro de la nave. En ella comían, dejaban en alto las viandas a salvo de las ratas, y hasta jugaban a las cartas. La mesa, aquella vieja mesa recompuesta, les había proporcionado un puntito de felicidad y ellos le correspondían manteniéndola resplandeciente.
A finales de Noviembre las noches eran frías. La humedad del mar les calaba los huesos traspasando los cartones con los que se cubrían. Una pequeña hoguera junto al colchón y el vino en abundancia eran imprescindibles para soportar la noche, y aquella noche el viento silbaba y entraba gélido por la ventana. Una ráfaga mortífera hizo que las llamas prendieran en el colchón y, en segundos, todo estaba ardiendo convirtiendo aquella parte de la nave en un infierno.
Oswaldo y Mohamed ni siquiera despertaron. Pasaron de la pequeña muerte del sueño a la luz blanca del fin.
--Amigos, venid conmigo y con los míos. En nuestro mundo estaréis mejor.
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