Salí. Caminé por la arena. Pensé en mi. Me costó decidirme, pero mis dedos marcaron el número antes de que les diera la orden: llamé a Sheila. Ella no sabía que yo me había ido a Brasil. Por algún motivo enfermo y hasta el momento desconocido tuve la necesidad de decirle que estaba en Brasil con mi amigo Héctor. "Quiero ver qué dice", pensaba.
Me atendió el primo. Me dijo que no estaba y que no tenía idea de adónde había ido ni cuándo pensaba volver. "¿De compras?", dije. "Puede ser. Sí, se fue de compras", me contestó el primo. "Dejá, no le digas nada", y corté. La sensación que siguió a esa conversación telefónica fue semejante a lo que debe sentir una bombita de luz cuando se empieza a quemar de a poco pero no se apaga. Me sentí vacío. Odié a Sheila, odié a su primo, odié a Héctor. Pero era un odio sin fuerza. Si alguno de ellos se me hubiera presentado en su variante más detestable, no hubiese amagado a nada. Ni siquiera a decirles hola o váyanse. A nada. Ni hola, ni váyanse, ni nada. Los hubiera mirado un rato. O ni siquiera; mirarlos ya es decir algo.
Caminé sin ir a ninguna parte. A una chica que pasó trotando en la playa le dije algo obsceno (lo peor que dije en la vida) y me sonrió. Es natural que me sonriera, si no me entendió nada. No tuve lugar para hacer la mueca extraña. Y tal vez fue por eso (o siempre fui más estúpido cuando me pongo triste), que empecé a correr detrás de ella.