Estaba tirado en un suelo desparejo y maloliente. Tenía una capucha en la cabeza y las manos atadas en la espalda. Había viajado así en la caja de una camioneta cubierto por una lona. Finalmente, el vehículo se había detenido en ese lugar, extrañamente silencioso. Los sicarios de la muerte lo habían bajado cual si fuera una bolsa de carbón y ahora se movían y cuchicheaban a su alrededor. Tuvo la certeza de que era su fin y ni siquiera sabía porqué.
Uno de sus verdugos se había parado a su lado, luego sintió el frío caño de la pistola apoyado en su nuca, entonces recordó a su esposa y a su pequeño hijo. Supo que nunca escucharía el sonido del disparo, la muerte sería más veloz. En cambio, oyó el percutor martillando sobre la cámara sin balas. Luego una voz a través de la capucha dijo algo, mientras una navaja liberaba sus manos. La camioneta arrancó y se alejó. Silencio absoluto.
Había transcurrido una hora o quizás un poco más. Se arrancó la capucha, sintió el aire fresco del amanecer y acarició su cara barbuda brotada por la falta de aire, la transpiración y la sangre. Estaba recostado en un valle mugriento enmarcado por montañas de basura. Desde la cima de una de ellas, dos vagabundos lo observaban con curiosidad. Se puso de pie e imploró ayuda. Se la dieron y pudo llamar por teléfono a su esposa, la que, desesperada, salió en su búsqueda.
Mientras la esperaba, tomó conciencia de su deterioro físico, de su mugre. También de las largas semanas de interrogatorios y el horror de la picana torturante. Entonces recordó las palabras de su captor al cortarle las ligaduras:
-Te quedás quietito acá por una hora, si te movés antes, volvemos a matarte. Te salvás por una sola razón, sos un pobre boludo.
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