En el límite entre la noche y la madrugada, caminaba rápidamente por las veredas del centro de Santiago. Cargaba en los hombros con el peso de los recuerdos que la envolvían de melancolía. Las luces de los edificios y de los autos la encandilaban, parecían burlarse, jugando con sus colores que brillaban insistentemente. Es que -en un momento- se sintió ciega y estuvo a punto de dar la vuelta y desistir de lo que próximamente realizaría. Tal vez, quiso sentirse así para que su ceguera momentánea se trasformara en -algo así como- una excusa que la obligara a volver. Pero se arrepintió, nunca le gustó mentir ni
-mucho menos- mentirse a sí misma.
Comenzaba a lloviznar y ella tenía que llegar al encuentro que tantas veces había planeado, y que muy pronto se concretaría. En unos instantes, ni más ni menos. Se detuvo en un semáforo para encender un cigarrillo, el último que le quedaba. Ya le había dicho Antonieta que ese vicio le secaría el alma y la envejecería más rápido. Pero a ella ¡qué le importaba lo que dijera! Sin embargo, casi, casi reconoció que tenía toda la razón. Cuando ese último cigarro se resbaló de sus manos y cayó en un pequeño charco de agua, que hace unos minutos la sutil lluvia había formado, sólo hace unos minutos. Ni modo, siguió adelante sin mirar atrás. En un momento sintió frío. No se había abrigado lo suficiente y era muy probable que se resfriara y que mañana no se pudiera levantar para ir de compras. Pero, esa blusa azul marino y la falda negra, le quedaban muy bien. No era algo común, era una señorita distinguida en la ciudad.
Caminó –ahora- un poco más rápido para espantar el frío. Y se detuvo en una tienda, para comprar una nueva cajetilla de su vicio tan querido, de su eterno amante, el que más cerca había estado de llegar a su corazón. Porque los pulmones estaban a una corta distancia, claro que sí.
Luego de haber tenido, al fin, entre sus manos a ese segundo amante y proceder a inhalar su alma, se dispuso a seguir. Lejanas, se escuchaban unas melodías lloronas. ¿Era o no era? Sí parece que sí. Uno, dos, tres pasos más. Se acercaba oyendo con atención. Ni siquiera el grupo de jóvenes borrachos que -al parecer- buscaban llamar la atención gritando, la distrajeron. Unos cuantos pasos más. ¿Sería o no? Era… sí que era. Ahora ya no podría dejar de sentir. Eran esas melodías que traían a su lado, una vez más, a la sombra del recuerdo que la atormentaba. Se sentó en una banca a escuchar –por un momento- a la banda que interpretaba esa pieza dulzona, que la conmovía. Parecía que todo se había conjugado para que ella sintiera lo que en ese momento no debía sentir. Y en un par de segundos las memorias de su infancia la llenaron de congoja. No quiso llorar, porque se le correría el maquillaje del que, delicada y tristemente, se había ocupado toda la tarde. Pero no era porque quisiera lucir bonita. Ya no era como un juego de niñez. Era su rostro entregado a lo cotidiano, a lo cotidianamente frívolo. Era tan extraño, había hecho varias veces lo que haría ahora, pero con quienes había –por lo menos- intercambiado palabras. Palabras, palabras, ¡De que sirven ahora!
Avanzó hasta la siguiente esquina y ahí estaba el verdugo que le arrancaría el último suspiro que -estaba segura- tendría en su vida. Lo saludo dándole la mano, que para él fue bastante formal. La miro de pies a cabeza y con desprecio dijo: “Estás muy elegante… se nota que nunca has trabajado en la calle”.
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