Si este fuera un cuento, se llamaría “Tres episodios de caridad”. Pero no lo es, y sólo es el relato de tres cosas que me sucedieron alguna vez en que traté de ayudar a la gente. Si este fuera un cuento, entonces yo sería un escritor y estaría contando una historia, tratando de enganchar al lector para llevarlo a un desenlace inesperado, haciendo un despliegue de recursos literarios, cuidando de que las palabras sean las adecuadas. Pero no soy escritor, y ni siquiera estoy seguro de que alguien, alguna vez, vaya a leer esto. Y desde luego, desconozco cómo emplear correctamente las técnicas literarias; y para el caso, tampoco sé cuáles son esas técnicas. Si este fuera un cuento, trataría de que no tuviera moraleja, porque como dijo alguien muy sabio, las moralejas son muy peligrosas. Pero la verdad es que no sé cómo escribir un cuento, con moraleja o sin ella.
Si este fuera un cuento, no sabría cómo empezarlo.
I
Estaba sentado en una banquita de la Plaza de Armas del Cuzco cuando se me acercó un muchacho. Si este fuera un cuento tendría que describirlo, pero no creo que su aspecto sea importante. Como sea, me preguntó si no tendría algún trabajo para él, como limpiar o arreglar algo, y por el que le pudiera pagar veinte soles. Me intrigó la exactitud de la cantidad y le pregunté para qué los necesitaba. Si este fuera un cuento, el muchacho me habría contado un cuento. O más bien, un cuentazo. Pero lo que me dijo fue que no era de allí, que había venido con la esperanza de encontrar a un familiar, pero que este ya no vivía en la dirección que le habían dado. Así que necesitaba el dinero para comprar un pasaje de regreso a Moquegua, de donde había venido. El pasaje a Moquegua cuesta más de veinte soles, así que le pregunté si estaba seguro de lo que me decía. Me aseguró que había acudido a la Defensoría del Adulto Mayor y que allí le habían ofrecido conseguirle un pasaje a ese precio. Decidí ayudarlo; pero como soy desconfiado, le ofrecí ir al terminal a comprar el pasaje en lugar de darle el dinero. Si este fuera un cuento, el muchacho me habría estado mintiendo, y al verse descubierto por mi astucia, habría huido. Pero él aceptó.
Tomamos un taxi, y ya en el terminal, le compré el pasaje: veintisiete soles. Me agradeció; parecía feliz de poder regresar, y yo me sentí un poco avergonzado de haber desconfiado de él. Partiría al día siguiente, a las siete treinta; también era mi última noche en el Cuzco: yo saldría a las nueve de la mañana, pero a Puno. De regreso en el centro, fuimos a un cajero automático, pues me había quedado casi sin efectivo. Al salir, lo invité a comer algo; y como la habitación que yo alquilaba tenía dos camas, también le ofrecí albergue. Si este fuera un cuento, él habría aceptado y nos hubiéramos vuelto amigos. Pero lo que recuerdo muy bien fue el cambio en su expresión. Se disculpó, me dijo que en la Defensoría le daban albergue, y tampoco aceptó la comida. También me dijo que si iba por Moquegua podía pasar a visitarlo, que sería bien recibido, y luego, sin darme ninguna dirección, se perdió, casi huyendo, por las calles del centro.
De regreso en mi banquita, pensé en su actitud. Llegué a la conclusión de que él había pensado que yo era una especie de degenerado, y que luego de la cena seguro le exigiría alguna indecencia. Bueno, con tantas cosas que se ven hoy en día, no lo culpé. Y encima, el estigma de la mariconada, que siempre me ha perseguido. Si este fuera un cuento, no sabría como continuarlo.
II
Una noche, cuando regresaba a casa del trabajo, me crucé en el camino con una señora algo mayor. Sus ropas eran viejas, y en la oscuridad, intuí que también estarían sucias. Supongo que se dedicaría a recolectar cosas de la basura, que luego pudiera vender. Pero no me consta.
Cuando estuvo junto a mí, me preguntó si no podría darle una propina. La sonrisa con la que reforzó su ruego me mostró unos dientes bastante grandes. Si este fuera un cuento, no podría compararlos con los de algún personaje conocido, como Ronaldinho (el Gaúcho). Rebusqué en mi bolsillo y encontré algún sencillo, que le di de buena gana: desde que no fumaba, una gran cantidad de monedas sueltas me habían estado invadiendo. Me dio las gracias; yo sonreí con la sonrisa diplomática de los libras, y seguimos cada cual nuestro camino. Si este fuera un cuento, escribiría que me sentí como si hubiera cambiado el mundo. Pero me parece que no.
Unas noches después, la encontré de nuevo. Si este fuera un cuento, escribiría que era obra del Destino, así, con mayúsculas. Pero, si bien mi horario de salida era fijo, la hora en que salía no; así que no dudé de que el encuentro fuera más bien obra de la casualidad, así, con tristes minúsculas. Me pidió su propina, y como la vez anterior, le cedí mi carga de moneda suelta. Repetimos el ritual de despedida, y cada uno a su casa.
No recuerdo si fue exactamente la tercera vez que nos encontramos, o si se había repetido varias veces más lo de la propina, el hecho es que una noche, al encontrar a la señora, no me encontré nada de sencillo: sólo un billete de diez soles. Y eso que seguía sin fumar; sólo que, a veces, esas cosas pasan. Un poco avergonzado, le dije que no tenía sencillo, y seguí mi camino. Si este fuera un cuento, algo extraordinario tendría que pasar. Pero yo seguí caminando. Cuando ya estaba a unos metros de ella, un pensamiento violento me hizo detenerme. ¿Qué me pasaba? Le dije a la señora que espere, regresé a la carrera y le di el billete. Creo que ese día sus ojos brillaron más que de costumbre, pero no de avaricia, sino de una gratitud que estaba a punto de desbordarse, y que me hizo retroceder para escaparme de su amago de abrazo, conformándome con las gracias de siempre y retribuyéndole con mi acostumbrada sonrisa diplomática. Alguien muy sabio dijo alguna vez que los ritos son importantes. Si este fuera un cuento, este último párrafo me habría quedado muy bien.
El pensamiento violento consistía en que, en realidad, yo no necesitaba esos diez soles. No era que, en ese entonces, fuera particularmente millonario, pero sí tenía de dónde sacar otro billete de diez soles, y para el caso, muchos otros billetes de diferentes denominaciones. Además, recordé que, hacía mucho tiempo, yo había despilfarrado ingentes cantidades de dinero en cosas que me avergüenza confesar; y entonces, había entrado en una espiral de superficialidad, una de cuyas muestras más extravagantes era que tenía varios pares de zapatillas, con medias y gorritas que les hacían juego, para ir a jugar frontón dos veces a la semana sin repetir indumentaria. Y esa señora utilizaría mis diez soles para comer. Creo que el sentimiento que me hizo regresar fue la Vergüenza.
Ya dije que creía que mis encuentros con la señora eran casuales. Ahora también lo creo. El hecho es que, cuando se repetían, le daba algún billete; una vez, recuerdo clarito que le di veinte soles; tal vez fueron varias veces. Siempre el amago de abrazo, mi sonrisa libra, y a casa.
Pero una vez no tenía billetes, sólo el sencillo de antes; o tal vez sí tenía, pero quise ponerle una prueba, no estoy seguro. Si este fuera un cuento, escribiría que, un poco avergonzado, le di las monedas, y que un destello de desilusión brilló en sus ojos. Tal vez lo imagino así, para justificarme o sentirme mejor; pero no lo recuerdo. El hecho es que me dio las gracias con su sonrisa de grandes dientes, y nos fuimos cada quien por su lado. Si este fuera un cuento, escribiría que esa noche regresé a casa muy triste, porque a la señora no le iba a alcanzar para comer. Pero no recuerdo eso.
Corriendo el tiempo, llegó el día en que dejé de trabajar. Uno de los cambios más radicales de mi nueva vida fue que ya no regresaba caminando del trabajo a casa, así que ya no me encontraba con la señora. Otro, que ya no tenía dinero. En mi billetera no encontraba ni polillas, porque las polillas saben muy bien dónde hay cosas para comer; y me sentía muy afortunado si encontraba algún sencillo olvidado en mi casaca para comprar un cigarro y esperar, fumando, mejores tiempos. Si este fuera un cuento, mi pobreza sería una hipérbole, una metáfora o un símbolo. Pero no lo era.
Y entonces, un día, cerca de mi casa, encontré a la señora. Como ella no me había visto, pensé, por un momento, en huir; pero me di cuenta de que si lo hacía sólo sería por orgullo, el orgullo malo, que me decía que era mejor esconderme antes que aceptar que no tenía nada para darle. Avergonzado de estar avergonzado, seguí mi camino. Cuando ella me vio, vi de nuevo el agradecimiento en sus ojos, listo para desbordarse. Si este fuera un cuento, escribiría que incluso empezó a hacer calistenia, preparando sus músculos para el amago de abrazo. Pero esas cosas nunca pasan en la vida real. Cuando estuvo a mi lado y me pidió una propina, le dije que no había nada. Si este fuera un cuento, escribiría que vi la profunda decepción en sus ojos, mezclada con la sospecha de que yo le mentía para no darle nada con qué comer; escribiría que pensó que mi corazón se había endurecido, como el de toda la gente; o escribiría que, con algún insulto, me dio la espalda y se alejó de mí: o sea, un desenlace triste y desmoralizador. O escribiría que pudo ver en mis ojos que yo no mentía, y que si de verdad no le daba nada era porque no tenía nada; escribiría que igual me dio las gracias y que hizo el amago de abrazarme; o escribiría que, con algunas sencillas palabras, me consoló, y que aprendí una gran lección, y que recuperé la fe: o sea, un final feliz y edificante.
Pero no recuerdo exactamente qué pasó. Supongo que ella sintió un poco de decepción, y yo un poco de vergüenza. Ahora, cuando a lo lejos la veo, me escondo. Si este fuera un cuento, no sabría como terminarlo.
III
Caminaba en una noche fría cerca de mi casa cuando, a mis pies, vi una billetera. Alegre por mi buena suerte, la recogí: era de tela clara, con un dibujo de Winnie the Pooh. Si este fuera un cuento, no habría podido escribir Winnie the Pooh, por lo de las marcas registradas y los derechos de autor; o habría escrito Winipú, porque así le decimos por aquí y se lee mejor. Apresuré el paso a casa, porque yo estaba sin dinero y tal vez encontraría en la billetera algunos soles. Si este fuera un cuento, escribiría que encontré mucho dinero. Pero cuando llegué y la abrí, sólo encontré una moneda de cincuenta céntimos bastante oxidada, dentro de un bolsillito. La consideré inservible y la dejé donde la había encontrado.
El dibujo de la billetera me hizo suponer que le pertenecería a un niño. Recordé entonces que, cuando yo era niño, había tenido una billetera de brillante tela azul, con pega-pega y con un dibujo de Eté, el Extraterrestre. Si este fuera un cuento, esta alusión al personaje de Spielberg, sumada a la anterior, harían muy caro el publicarlo. Un día, saliendo del colegio en tumulto, se me perdió. Si este fuera un cuento, escribiría que alguien la encontró y me la devolvió. Pero no fue así. Creo que nunca más volví a tener una billetera tan bonita. El niño que fui decidió entonces devolverle su billetera a ese otro (ya se sabe que todos los niños son amigos). El único dato que tenía era una foto del presunto dueño, con su nombre completo detrás. Si este fuera un cuento, diría que me puse un disfraz de Sherlock Holmes, o al menos una gorra de estilo victoriano, y comencé a investigar. Afortunadamente, las obras de Sir Arthur Conan Doyle pertenecen al dominio público, y si este fuera un cuento, no tendría que pagar regalías por esta nueva alusión. Pero no me puse ningún disfraz. Como no conozco a la gente de mi zona, acudí a la guía telefónica antes de hacer la desesperada: empezar a tocar puertas cerca del lugar donde había encontrado la billetera, una a una. Verifiqué todos los apellidos paternos que vivieran en mi urbanización: nada. Luego, los maternos: había una coincidencia, justo a la vuelta de mi casa. Muy nervioso, marqué el número y pregunté si allí vivía el nombre del niño. Si este fuera un cuento, escribiría que la señora que contestó me dijo que sí. Esta vez, eso fue lo que sucedió. Le dije que había encontrado la billetera de su niño, y que ya se la llevaba.
Cuando toqué el timbre, me hicieron esperar unos minutos. Un señor me recibió con cierta desconfianza, creo que era el papá del niño; yo le entregué la billetera y él me agradeció. Cuando me despedía, me preguntó que cuánto sería; yo, avergonzado porque de haber encontrado dinero lo habría tomado y después me habría desecho inmisericordemente de la billetera, le dije que no era nada. Regresé a casa, todavía sin dinero, y sólo con la media satisfacción de haber hecho lo correcto, una vez que me fue imposible hacer lo incorrecto.
Si este fuera un cuento, escribiría que cuando el papá le entregó la billetera a su pequeño, le dijo que, en estos tiempos, era increíble que todavía hubiera gente así, buena, honrada y desinteresada. Es muy probable, pero no me consta. Si este fuera un cuento, este sería el final.
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