LA PROFECÍA
La encontré llorando en el tren. Cargaba un embarazo de 6 meses y las mejillas redondas de forzar sonrisas.
-No hay padre –me anticipó y yo la entendí sin hacerle preguntas.
La confesión fue como tantas otras que he escuchado en mi consulta: una historia de abandono, de pobreza, de desilusión. Se aferraba a esa panza como si de ella dependiera el futuro, lo cierto era que no tenía donde vivir su presente.
Hacía dos noches que dormía en la estación y recorría ida y vuelta, Moreno- Once, con la esperanza de encontrar la solución a sus desvelos.
-Sólo tengo esto –me dijo, y sacó un collar de perlas de su cartera desvencijada- sólo tengo esto para que tuerza mi destino.
La atendí en el hospital esa tarde y le ofrecí mudarse a mi casa y ayudarme a ponerla decente, un sueldo mínimo y comida.
La sonrisa le iluminó la mirada y antes de que me diera cuenta ya había revolucionado mi vida, organizado mi desorden y convertido mi casa en un lugar digno.
La beba nos cambió la vida, a ella la puso alegre y emprendedora, y hasta más bonita y a mí me sacó la coraza de viejo remilgado. Fui abuelo aún sin haber sido padre, y esa fue mi mejor inversión.
Maia creció sana y contenida pero cuando alcanzó la estatura de la mesa experimentó su primer gran golpe: su mamá se apagó silenciosamente a causa de un aneurisma.
La nena y yo nos quedamos solos, con la angustia apretando nuestros gestos. Pero, como todo en esta vida pasa, el trago amargo trocó en dulce y continuamos viviendo, compartiendo nuestras emociones y proyectos.
Ella estudió, se recibió de contadora, se mudó a la capital y nuestras visitas se espaciaron. De vez en cuando recibía alguna carta sintética de su parte, siempre agradecida, siempre feliz, como lo fuera su madre.
Yo me fui desgastando de tanto andar, de tantas guardias y desvelos, de tantas consultas gratis y, sobre todo, de soledad. Me convertí en un viejo huraño y abandonado y me perdí sin rumbo, ni horizonte.
Un alma caritativa tuvo la decencia de reconocerme sucio de orines y oliendo a desamparo. Y fue una suerte, porque ya temía que la muerte me encontrara así. Como pago por su gentileza le ofrecí un collar de perlas que dijo no necesitar.
-Consérvelo -le dije- ya salvo dos vidas, algún día cambiará la suya.
Me miró como si no creyera en la profecía, pero se guardó el regalo.
En casa me esperaba Maia, dispuesta a acompañarme hasta mis últimos días. Yo me tiré a descansar, más lúcido que nunca y más rico que en toda mi vida.
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