Veo al anciano cuando voy hacia el trabajo, también cuando vuelvo a casa. Siempre que el estado del tiempo se lo permite y son muchas las veces, saca una silla vieja y de color verde a la puerta de su casa. En verano para tomar el fresco, en invierno para calentarse al sol.
Invariablemente sostiene abierta alguna antigua y gastada novela del oeste, sobre todo de Marcial Lafuente Estefanía. Antes, llegué a creer que siempre era la misma, pero después, prestando atención, descubrí por las ajadas ilustraciones de las portadas que debe tener una gran colección.
El pelo se le escapa bajo una gorra de navegante, blanco y algo descuidado por la frente, lleva barba crecida y sus ojos son de un verde tierno y lozano a pesar de sus años. El cigarro negro es casi tan perpetuo como el deslucido libro en sus manos y a veces a su lado descansa un botellín de cerveza que le acerca algún vecino. Era Marinero en sus tiempos; ahora, aunque no está lejos, hace años que no ve el mar; pero sabe cuando va a cambiar el viento, cuando va a llover y si el dia vendra fresco.
Amadeo vive solo y casi no puede andar; calza zapatillas de estar por casa y suele vestir camisas estampadas, contribución de la asistenta social que le echa una mano para limpiar y cocinar dos o tres veces por semana, desde que su mujer murió.
Su casa parece ser muy pequeña, a través del hueco que deja la puerta entornada puede verse una mesa y unos portarretratos, unas sillas, una televisión que siempre está enfundada y al fondo una cocinita pintada de blanco que resplandece por la luz que entra por alguna ventana.
Si yo fuese menos egoísta… seguramente me entretendría un rato con él cuando paso y comentaríamos de la última novela, del próximo tiroteo o de lo rápido que es el caballo del bueno; quizás hasta comprara unas cervezas y me sentara en el escalón que hay ante su puerta. Pero apenas si me detengo unos minutos, el tiempo justo para ofrecerle tabaco y poco más. Las más de las veces solo un saludo nos cruzamos, las prisas siempre son enemigas de la amistad.
A menudo al pasar se le puede ver encarado al sol, con gesto de rabia y su novela fuertemente apretada y enrollada en una mano; o con inconfundible expresión de asombro o afectación mientras sostiene mirando fijo el ejemplar de turno a la altura de la cara y declama con vehemencia alguna frase crucial de la trama; viviendo con intensidad el desarrollo de las historias que se relatan en esas páginas.
Si yo fuese más generoso compraría unas cervezas, me sentaría en su escalón y pasaría allí la mañana. Mientras, leería para él las mismas novelas del oeste, como hacía antes su mujer; las que nadie le enseñó a leer... Y el me contaría historias de marineros, las que nadie me ha contado.
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