"El libro", le dije. Pero no me hizo caso. Se había dejado el libro en la playa. "Te quiero llevar a un lugar que te va a encantar". Yo no estaba como para ir a ningún lugar nuevo. Quería estar tranquilo. Tenía ganas de estar en la cabaña tomando algo fresco, tal vez recibiendo otro masaje. "¿Qué lugar?". Me llevaba de la mano, dos pasos adelantado. Sentí un poco de vergüenza de la situación. Quería decirle algo, peor no encontraba la forma de no ser violento. "Pará un poco, Héctor", dije. Se detuvo. Se dio vuelta y me miró con sus ojos de lobo griego. Me preguntó qué pasaba. "¿Cuál es el problema?". "Vas muy rápido", le tuve que decir. Me soltó la mano. Una señora nos miraba.
Volvimos en silencio a la palya, pero el libro ya no estaba. O acaso estaba ahí y no lo vimos nunca. "Qué pena", dije. "Da lo mismo", dijo Héctor, "de todas formas nunca me gustó leer".
No sé por qué, pero esa noche llegamos a la cabaña por separado. No hablamos sino hasta el otro día.