Cuando camino por las calles, dejo la mirada siempre atenta al piso, a ese nuevo mundo que se desenrolla bajo mis pies. Presto atención a las grietas y sus variados habitantes, a los pequeños guijarros que yacen alegres bajo el sol de la tarde, y porque no, incluso a uno que otro gargajo o chicle, dejados ahí por algún otro caminante.
Mi andar diario, me lleva por muchos caminos ya familiares y memorables en mi mente. Con la vista al suelo recorro y vivo felizmente mis calles, mi ciudad. No es que no pueda alzar la mirada, sino que me parece más interesante la otra vida. Esta vida rastrera, en comunión con el suelo, donde cada experiencia se vive de forma distinta, más real. Un mundo natural sin juicios ni prejuicios, sin humanidad.
Cuando alguien pregunta “¿Por qué no alzas la mirada?”
Simplemente respondo.
“Porque no quiero verte a los ojos” y sin más, me alejo.
Mi existencia entera basada en la envidia, en la envidia a ese pequeño ser rastrero, que habita en la grieta.