Esta es la historia de un amigo, de esos quien más quién menos llevamos en el recuerdo.
En esa mezcla rara de amor y fidelidad que no se olvida nunca
No recuerdo bien como apareció Copito en mi vida, por esos tiempos yo había quedado huérfano de padre, y tengo la idea de que su aparición fue con el Tachu; uno de los mil tíos que tenía el Chuchi, mi amigo incondicional a la hora de salir a cazar palomas con la gomera, y robar frutas por las fincas.
Creo que él lo encontró por ahí, y quedó en la casa de mi amigo.
Lo cierto es que Copito se incorporó sin dificultades a la tribu perrera del barrio, que integraban, entre otros, León, Cacique, Miseria y tarzán.
Era P.P. (puro perro) o lo que es lo mismo de raza desconocida.
Estatura mediana, pelo corto, color blanco como la nieve, cola larga parada en arco armonioso sobre sus ancas casi siempre lastimadas por sus peleas territoriales, pero airosa, y unos ojos que eran un cofre de amor Copito destilaba ternura a través de una mirada expresiva como pocas, hablaba por los ojos.
Mi amigo el “Chuchi” que siempre ha sido perrero lo adoptó de inmediato y en medio de un filosófico y resignado silencio de su padre Don León Coll, “Copito” se quedó como un compinche más.
En el barrio dijimos que habíamos adquirido el perro, pero no fue así, “Copito” nos compro a nosotros. Se convirtió en nuestra sombra, mucho más que los otros, muchísimo más.
“Copito dormía en la esquina, en la calle Moscóni y Gregorio Lemos de Godoy Cruz. Era lo último que veía por la noche, y lo primero al salir al día siguiente, en medio de un recibimiento de saltos, cabriolas, ladridos y lenguetazos.
De allí en adelante, el uno del otro en pos, siempre juntos, como nuestra sombra.
Pero la felicidad no es duradera. A los pocos meses “Copito” fue acusado de un delito gravísimo, comía huevos del gallinero de Don Coll.
Y lo que era peor, “Copito” no podía compensar esta exquisita y bien criticable costumbre con algún merito elogiable y valioso, que lo hiciera ganancioso en la valoración.
“Copito”, seamos honestos y digámoslo de un tirón, no servía para nada en esa casa, claro si se la pasaba todo el día con nosotros atorranteando.
Reclamamos, exaltamos sus indudables meritos ocultos, tan ocultos que resultaban invisibles, nos hicimos responsables de su reubicación social y alimenticia y logramos una prorroga de la condena.
Mientras tanto recurrimos, aconsejados por varios entendidos, a toda la gama de recursos para que “Copito” olvidara, atado y alimentado casi sibaríticamente, le quemamos la boca con un huevo hirviendo, sufrió azote corrector enfrentado a un nidal ante la atónita mirada de una gallina clueca que no entendía nada.
Todo fue inútil.
“Copito” era débil y recaía.
Eso explicaba, decían, el porque lo habían tirado.
Y un buen día, superados todos los plazos de prudencial espera y ante un nuevo atropello al gallinero, “Copito” fue condenado al destierro, dicho de otro modo, alguien, un cruel y desconocido verdugo, sería el encargado de abandonar a “Copito” lejos del barrio.
La sentencia para mi bronca y pena se cumplió una buena mañana de otoño – es una forma de decir – mi querido “Copito no estaba para los habituales buenos días.
Entre tanta tristeza en mi pequeño mundo de 9 años no podía comprender, que comer huevos sea un delito tan grave.
Pasó, no me acuerdo bien, casi dos semanas cuando una tarde, casi anocheciendo unas voces me hicieron parar las orejas, eran comentarios de admiración casi gritos de mis amigos.
No era para menos. “Copito” había regresado.
Su encuentro conmigo habría merecido música verdiana, saltos, gemidos, abrazos, todo el repertorio de las muestras de cariño perrunas y humanas fueron puestas de manifiesto.
Pese a la distancia, “Copito” había encontrado el camino a nuestro barrio y fiel a sus amores regresaba.
Pero lo hacía en un estado lamentable, parecía que venía de la guerra, muerto de hambre, sucio, flaco, su garbosa cola en airoso arco, estaba casi caída y mucho más lastimada que de costumbre.
Le dimos carne, la devoró.
Pero pasado todo esto el problema “Copito” subsistía - ¿Qué hacer con él?
El padre del Chuchi era inflexible.
Perro dañino o se mata o se tira.
Con voz más débil nos agregaba, por lo bajo y como justificativo, observen que realmente no sirve para nada; claro para él.
Que bronca que sentí en ese momento, maldecía los huevos de Don Coll, mejor dicho, los nidales de las gallinas de Don Coll, que debían ser respetados y protegidos.
Y “Copito” volvió a partir.
Uno de los tíos del Chuchi encargado de una finca prometió llevarlo más allá de Maipú, era Coquimbito creo, de allí no se vuelve fácilmente.
No lo vi irse, no pude.
Pero la historia de “Copito” parecía una telenovela barata, no acababa nunca. “Copito” volvió.
Volvió como la gripe, como las estaciones, como la cosa más normal.
Canchero el hombre!! Sin aparentar riqueza, pero en mejor estado que en el regreso anterior.
Entró en silencio en el barrio, bien de noche, casi subrepticiamente, fue divisado por el Dany, que de inmediato me pasó el soplo. Lo escondimos en la finca del turco Mata, atado a la sombra de los nogales en el fondo y durante tres días con mis amigos cuidamos la ingesta de nuestro fiel amigo.
Pero la cosa se supo, algún chismoso que nunca falta, un descuido, un espía y nos atraparon, a todo esto “Copito, como si supiera, ni toreaba el desgraciado.
El secreto ya no era tal, todos sabían abiertamente de la existencia de “Copito” y Don Coll decidió una revisada de la finca del turco Mata para constatar con sus propios ojos.
Hubimos de rendirnos.
Pero nos fueron concedidos los honores de la guerra.
“Copito” se quedó. En libertad vigilada, pero quedó.
Atado, solo gozaba de esparcimiento en nuestra presencia y bajo responsable control.
A la salida de la escuela, por las siestas, sacábamos a “Copito” a huevear por las fincas, mientras nosotros robábamos frutas, como para que, lleno, mitigara sus ataques domésticos que eran disimulados por nuestros amigos imputándoselos a alguna comadreja.
Pero “Copito” era un alma bohemia y amante de la libertad.
La prisión no era para él.
Necesitaba seguirnos, esperarnos a la salida de la escuela, vagar todo el día de cara al sol y al viento, sentir el placer de correr cada vez que nos descubrían robando fruta, saltar a nuestro alrededor al salir de las fincas, zambullirse en los ríos y arroyos llenos de luz, sacudirse el agua luego como quien despilfarra plata, acompañarnos por los cerros imitando el galope de los caballos, necesitaba en suma, como las plantas, el agua de la libertad para vivir.
Y no era libre.
Así como nos había elegido nos abandonó. Simplemente se fue un día con la intención de volver, lo hizo con decoro, con dignidad, con personalidad, luego de un último y feroz ataque a los huevos de Don Coll, y desaparecido para siempre.
Fue así mejor, no hubiéramos podido salvarlo.
Pobre “Copito”.
Nació poeta, bohemio, rebelde y huevero, en un mundo prosaico y materialista que no lo entendió.
Todos lo sintieron, hasta el viejo Coll me parece…
Me pregunto algunas veces al recordarlo, como hoy, si otra vez, como las anteriores, no aparecerá un buen día para hacerme sentir de nuevo el objeto de su amor, de su amor de perro que no conoce dobleces, que no se da ni se quita, que te hace llorar cuando te mira con sus ojos marrones y húmedos, saltando una vez más para invitarme a robar frutas en las siestas o a galopar por los cerros inundados de sol y libertad.
Claudio.
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