DOMINGO DE FIN DE OTOÑO…
Desde el nuevo rumbo que había tomado su vida, se habían desarraigado de él la fe y la pasión por su poesía.
El escribir por entonces, no le producía ninguna satisfacción.
El viejo arrastraba lentamente los pies, era uno de esos días característicos que preceden al invierno, en los amplios jardines que se extendían ante la mirada lejana y triste del poeta, florecían tulipanes rojos, como una orgía de luces al amanecer, era delicioso respirar el aire húmedo y tibio de ese instante.
Por último se sentó al sol, entre los árboles desnudos, en uno de los antiguos bancos del hospicio. Cerró los ojos, y se entregó al misterio de los sentidos, en ese prematuro invierno que se avecinaba.
¡Qué suavemente acariciaba el sol aire sus mejillas!
¡Cómo hervía el sol lleno de ardor oculto en el que se abrazaba!
¡Qué dulce juego el correr y gritar de los niños sobre la arena, en busca del tobogán del otro lado del paredón gris!
¡Qué tierno el canto de los jilgueros en las ramas sin hojas!
Era todo muy bello aquella tarde, y como el otoño, el sol, los niños y los jilgueros eran cosas que toda la vida lo habían alegrado, era natural que él pudiera escribir otra poesía del otoño.
Pero sin embargo algo lo impedía, así estaban los pensamientos del viejo poeta, muy cerca de las viejas huellas, tan vacías de esperanzas.
A pesar de tener los ojos cerrados, le llegaba a través de los parpados y de una luz violenta, islas de rayos de sol, reflejos luminosos, agujeros de sombras, una centellante danza de luces en movimiento, como lo ve todo aquel que parpada ante una luz potente, pero en ese momento tenía un carácter particular, valioso, y en cierta forma único, que había logrado transformar un secreto de desnuda perfección.
No era sólo un remolino de luz lo que flotaba y se deshacía; su escenario no era solo el ojo, sino la vida, el ardiente impulso, el alma, el propio destino.
Entregado al milagro, flotaban momentos infinitos en el tiempo, y mirando fijamente el suelo cubierto de amarillas hojas con los ojos parpadeantes, entregado aún al extraño suceso, tenía cerradas sólo a medias las ventanas del alma, quizás por saber muy bien que esta corriente venía desde adentro, descubrió algo, cerca de sí, que logró cautivarle.
Era la mirada azul de su padre, perdida en su inimaginable profundidad, tan perdida estaba en su memoria, pertenecía a su infancia, perdida y no recuperada hasta ese entonces, desde aquél tiempo fabuloso, cuyos recuerdos, tan vagos, de tan dolorosa reconstrucción y de tan difícil llamada, se le aparecían, sin embargo, con más vida, con un calor que lo rescataba para siempre de sus días de soledad en el hospicio.
En ese instante el viejo poeta tomó la decisión de reunir en su memoria cuanto conservaba y, de transcribirlo lo más fiel y exactamente posible.
Sacó del bolsillo de su abrigo, un amarillento cuaderno de notas y comenzó a escribir lo que recordaba, tratando de encontrar el contorno de las líneas generales de aquellas palabras, que le debía a su padre y que nunca se atrevió a escribirle.
PADRE.
Mientras tú inmóvil eras arrebatado tan temprano de las primeras lluvias de mis ojos, y, se perdía el resplandor en el viaje de una sola vez y para siempre, convirtiéndote en sombra allí abajo, mi único consuelo era buscarte en cada estrella palpitante de fuego y, a veces esperaba el sueño de la noche, dónde a menudo acudías a besar mi frente y otras tantas a contarme mágicos cuentos, que terminaban cada vez que despertaba.
¡Y cómo pasó el tiempo!
Sabes que por entonces, cuando te fuiste, recién empezaba a descubrir mis pasos solitarios, en esas huellas que dejaba dibujadas en ese camino polvoriento y silencioso, empecé a descubrir la gente, el amanecer, las montañas, el bosque, los huertos, las viñas, el mar, los sueños, el fuego y la libertad.
A conocer los árboles y los campos, cargados de frutos, la lluvia, el sol, el río, la más pura amistad, el amor en toda su pureza dormido en la playa de mis labios y por sobre todo, tú dolorosa ausencia irremediable.
Aprendí hermosas canciones, algunos cuentos, muchas poesías, a escribir con tanta ilusión la primera carta que me dictaba el corazón a una mujer, a silbar, a reír y también a llorar sin que nadie sospechara de mi dolor, y, a otras cosas muy valiosas e indispensables para la vida, como el poder mirar a los ojos y, creó que esto solamente se aprende de niño.
Ignorándolo practique la magia en esos tiempos, despreciaba la realidad, me parecía un ridículo convenio de los adultos.
Hacerme invisible me apasionaba, tal vez por eso cada vez que escribo un cuento intento a menudo desaparecer y esconderme dentro de el.
Como todo niño, tenía cierta facilidad para crear situaciones, lugares, personajes que no existían y seguramente no existirán nunca, la magia me lo permitía todo, aunque te confieso que nunca lo intenté contigo, por temor de hacerlo y de perderte una vez más.
Que inmensa alegría poder haber visto nuevamente tú mirada Padre, está igual, será por aquello de que solo el amor alumbra lo que perdura.
Ya pronto se terminará la tarde y otra vez no vinieron mis hijos, entonces antes de que llegue la noche y vengan a buscarme, haré el último hechizo de mi vida, transformaré todo el dolor y la soledad que aquí habita, en el más puro amor y, de la brasa encendida del tormento, emergeré esplendorosa la llama que enciende los corazones de aquellos hijos que en su apuro material descuidan a sus padres.
Gracias viejo, por haberme iluminado los ojos con tú mirada vestida de dulzura, por haber podido escribirte y, volver a ver mi vida como una película, cada vez más larga, aunque sé que muy pronto tendrá fin y, en ese instante de la obra, aparecerán los actores de todos los años.
Acudirán los amigos, los de aquí, los de allá, los que a lo largo de tantos años llenaron mi vida de amor y de comprensión, todos ellos, los que están, los que no están, con los que brindo y pido a Dios los bendiga, dónde quieran que estén, agradeciéndoles lo que me dieron.
Y acudirán las mujeres que guardo como un tesoro enterrado en la playa de mi alma y, también mis adorables hijos.
Y llegarán también… Tantos otros que… que ya no los veo… porque se me han empañado los ojos…
Luego vinieron a buscarlo y, amablemente una de las celadoras del hospicio, al verlo sólo al viejo poeta, en ese banco despintado y olvidado, le dijo dulcemente al oído:
“Vamos adentro señor, que ya esta haciendo mucho frío y toda la visita se ha ido”.
El viejo poeta la miró, se levantó lentamente, guardó la lapicera en su abrigo, miró el cielo y, desde allí una estrella destellaba una infinita complicidad con la brisa, dejó caer la carta en el banco sin que las celadoras lo vieran y, se fue callado junto a ellas, con una sonrisa enigmática, mirando a los árboles del lugar, que parecían haber visto demasiado y, no podían disimular la alegría, mientras que un ángel se perdía en el cielo, llevando aquellas palabras a destino…
Claudio.
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