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Inicio / Cuenteros Locales / claulaangostura / Las alas de un halcón

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Existen sencillas y sublimes historias que nos siguen.
Existen sonrisas vagando por el aire, como suaves caricias que no se olvidan.
Existen palabras que suenan en su forma, y se astillan al roce de los ojos.
Estas pretenden contar la historia de un niño, que hace poco menos de cien años quiso aprender a volar…


Por las tardes solía salir a caminar, y desde la ventana del alma contemplaba el cuadro más pintoresco de su aldea Morava.
Disfrutaba del colorido de las flores pintadas sobre los frentes de las casas, de los irregulares caminos en pendiente, que junto al silencio de las piedras, lo llevaban hacía las afueras de la aldea.
Donde permanecían seducidos por la lluvia y las horas luminosas los cultivos, con todo su verdor tierno, como el color de sus ojos inocentes.
Hileras de frutales movidos mansamente por la brisa, de cara al más puro azul de su pequeño reino.
Siguiendo el sendero hacía el sur, un muro de frescura se abría en planteles de vides ante su vista.
Más allá relumbraba el alboroto del arroyo, y salía el agua en láminas de sol derretido, en busca de las raíces juveniles de los ciruelos coronados con pétalos de nieve.
Ya cerca del bosque, danzaban las abejas sobre las laderas, estrellando de oro el cielo en sus vuelos.
Pudiendo sentir el perfume de sus panales, y el rumor de su trabajo.
Y levantando más los ojos en todas las direcciones, veía a grandes distancias, como pequeños oasis de esos inmensos bosques, los pueblos vecinos.
Apenas como una eflorescencia repentina, o como caprichos de un pintor, sobre una tela inmensurable extendida en la montaña.
Donde moría el horizonte, y duraba largas horas el crepúsculo.
En ese paisaje de duendes y ensueños, se sentaba a observar los movimientos de las aves en el aire, y a admirar la armonía de sus alas en pleno vuelo.
En sus primeros años de adolescencia, sintió latir el corazón apresuradamente, ante aquel rayo que iluminó sus labios.
Así intuyó, como era eso de volar…
Dándose cuenta tiempo después, que solamente el que ama vuela, y que solo el amor inspira la levedad del ave, y ocupa los caminos pausados del aliento.
Alos pocos meses tuvo que dejar su aldea, a causa de cierta gente que nunca entendió lo que significaba volar; ni lo entendieron nunca.
Solamente conocían el abuso de autoridad, desfilar, sembrar hambre y matar cualquier intento de libertad.
Tuvo que emigrar
Antes de partir se despidió del bosque, entornó los parpados por primera vez ante él, e no se le escapará ni un instante de esa imagen que le pertenecía.
Y con el rostro bañado por el rojizo de las hojas del atardecer, dejó caer de sus pupilas húmedas de lagrimas nacientes, un puñado del alma, un roció que se congelaba sobre el sendero, las hojas caídas y los árboles, cual si todos hubiesen amanecido llorando por causa de un sueño triste.
Embarcó escoltado por ciento de miles de gaviotas y otras aves, que bajo la luz hiriente del destierro lo despidieron, como a un amigo que iba tal vez para siempre.
Se quedó toda esa tarde en la cubierta del barco, hasta bien entrada la noche, contemplando la línea que une el agua con el cielo, el más hermoso imperio de la luna.
Y a ese mar que lo arrancaba de su bosque, de su infancia y de su aldea, rumbo a un cielo desconocido que lo aguardaba.
Sin saber él, para empezar a volar…
Después de un largo viaje, bajó él tímida y lentamente del barco, aferrado a su valija gris de cartón y tachas herrumbradas, y a esa nostalgia de todo inmigrante bordada en la mirada.
Sus zapatos gastados, todavía con olor del bosque cruzaron un pequeño puente de madera, encontrando al final de éste, con asombro y alegría, un par de alas invisibles, que solamente un poeta o un niño como él podían ver.
De ahí en más con ellas se elevó como un halcón, a las barras, paralelas y anillas en sus siempre amado Sokol San Juan, y también a la vida, imitando a aquellas aves embriagadas de amor, libertad y existencia que habitaban en su bosque.
Y en cada incursión por el aire, creo que lo empecé a querer, aun sin conocerlo.
Entre vuelo y vuelo, trabajaba duramente martillando con su sangre, y de sus brazos, con un poder más alto que él ala de los truenos, iban brotando por toda la ciudad, columnas, vigas y losas de hormigón armado, lo mismo que aletazos.
Jamás dejó de trabajar, de pensar y de soñar…
Siempre que veía una obra se ponía contento, le irrumpía un brillo en los verdes ojos, se quedaba mirando, vaya a saber que tiempo que pasó.
Con su inmenso talento, voló por donde quiso, y como quiso, y en uno de esos cielos de libertad nos conocimos con el lenguaje de los ojos.
Me habló de su bosque, de su aldea, de su soledad, del puente, de sus amigos, de su idioma, de su patria, del hormigón, de su sokol, de su tristeza, y de lo bello que es volar…
Me aferré a sus alas en el crepúsculo de sus días, envolviéndome en la madrugada de mi tiempo, en cuya profundidad sentí y conocí la voz de sus raíces.
Hallando lo más bello que nunca tuve.
Un abuelo, tan puro como sabio.
Inexorablemente y poco a poco, aquel niño del bosque se convirtió en anciano, y sus alas ya no le respondían, tal vez cansadas de tanto volar…
Para vivir sin ellas, y oscuramente los días, prefirió cerrar los ojos como aquél día en el bosque.
Y en un sencillo ascenso transparente, de desnudez cubierto, sin morirse, sin ser, sin pedazos de nada, sin caminos por los que empezar a volver, sé quitó el cuerpo con soltura, de ese cuarto tan oscuro para aquellas alas luminosas.
Me dejó su tiempo y la ternura, sólo se llevó la mirada, las invisibles alas, y un manojo de sueños inconclusos.
Aún puedo escuchar el silencio de aquella noche, aquél vacío donde el eco de mi corazón buscaba su persona, aquél triste sonido a nada, igual que el aire de aquél mar que lo trajo.
Y así entraba en el cielo, como tantas veces había volaba sobre la piel de este.
En ese azul que siempre estremecido retrocedía, sintiendo la hermosura de aquél hombre puro, que desde niño se tuteaba con el viento.
Y puedo aprender a volar…

Sólo quiero agregar:

Vuela mi querido amigo, vuela hacía lo alto de tú bosque, vuela muy alto, vuela hacía un cielo de maravillas y libertad, dónde no hay más que ángeles con alas. Dónde muy suave rielan las estrellas.
Seguramente queriendo competir contigo.

A la memoria de Don Aloisio Batusek.
“Una de las almas, que me encantaría encontrar otra vez en algún cielo”

Claudio Bafico.

Texto agregado el 10-11-2008, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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