A sólo medio kilómetro del pueblo se instaló el circo por la mañana del viernes, alzo sus enormes telas multiclores y llamó a los curiosos niños a la función de las diez de la noche. En el tercer carro contando desde la carpa vivía el payaso, siempre sonriente. Preparó su maquillaje ya viejo, y cambió de cara. Se vistió y no necesito repasar su rutina de cuarenta y tantos años. Cuando le dieron la orden salió al escenario y empezó, siempre sonriente a simular una interminable pelea con el mono con moño, que desato la carcajada del público. A medida que ganaba la pelea el mono iba creciendo pasando por orangutanes, caballos, y finalmente un elefante. Cuando estaba por domar al elefante, una fuerte punzada en su pecho ya gastado no lo dejó moverse y cayó vencido ante la vida, y así murió. Sus compañeros aprendices de payaso se dieron cuenta de que algo pasaba y fueron a ayudarlo. Al verlo tieso, se lo llevaron arrastrando, bajo una enorme ovación del público, y sobre una inexpresiva cara siempre sonriente.